Días atrás, respiré con alivio al comprobar que había
sobrevivido a la larga y ceremoniosa romería de las fiestas navideñas, el
cambio de año y hasta la liturgia de Reyes. Sin embargo, la calma no me duró
mucho, porque aún nos faltaba por celebrar el flamígero Sant Sebastià y
conseguir, así, que la endemoniada cuesta de enero se convierta, por estos
lares, en una interminable sucesión de festejos que no se sabe cuándo son
institucionales o ciudadanos. Creo que no es lo mismo, aunque no sabría
explicar por qué.
Es cierto. Ignoro hasta qué punto es voluntad institucional
o ciudadana llenarnos la ciudad de dimonis
y foguerons, sumergirnos en la
exaltación de la mugre y el humo, en el paroxismo acústico de la atronadora
pirotecnia fallera sin la cual, al parecer, no sabemos divertirnos. Divertirse
no es fácil, de acuerdo. Eso sí lo sé.
No es fácil divertirse cuando se trata, como en este caso,
de eventos colectivos que hay que planificar con cargo al erario público y no
de situaciones espontáneas o personales. No es fácil divertirse cuando la risa
va por barrios y en los juzgados de Vía Alemania la aglomeración es de las que
hacen época. No es fácil divertirse cuando la alternativa a Sant Sebastià es
Sant Kanut y su apuesta (la de MÉS y la riada nacionalista) es sólo más de lo
mismo: la impostura generalizada en la que unos y otros se empeñan en vendernos
no sé qué cosa más o menos popular (a la que llaman cultura) mientras no arde
más cera que las tripas del cerdo en las ascuas del ubicuo botellón urbano. Un
sin vivir.
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