En no pocas ocasiones, observamos el lienzo ensangrentado y
siempre vertiginoso de las numerosas tragedias que ocurren (y por cierto, no
cesan) sin saber si el espectáculo del horror nos alcanza de lleno o si sólo
nos roza. ¿Hasta dónde somos privilegiados espectadores y sólo eso? ¿Seremos
capaces de subir al escenario cuando llegue la hora y alguien, quizá el destino
o el azar, nos llame? No es fácil, en efecto, responder a este tipo de
preguntas. No siempre nos será posible cuantificar un dolor aparentemente ajeno
y quizá exótico y convertirlo, de alguna forma más o menos honesta, en una
herida abierta en el propio costado. Cómo duele. O debería.
Con todo, me da que lo único capaz de mudarnos la
inexpresiva faz del mundo en convulsión y en agonía es añadirle algún que otro
matiz de verosimilitud, un aire menos aleatorio y más reconocible, cercano,
familiar. Será por eso, tal vez, que una tragedia obviamente menor (pero grave)
como la del ferry «Sorrento», a muy pocas millas de nuestro presente y a menos,
aún, de nuestro pasado, nos afecta incluso más que la devastación monstruosa e
indescifrable en el lejano Nepal.
Parece, pues, que los sentimientos se nos pegan como lapas a
la piel y tiritan. Nos ponemos, entonces, su musculoso abrigo de frío y salimos
a las calles a pasear tan desnudos y tan desvalidos que se nos trasparentan el
hueso, el callo y hasta la vieja médula que da en sostenernos, una vez y otra,
incluso cuando ya nos hemos caído y toca, cómo no, volver a intentar
levantarse. Cuesta, pero no hay otra.
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