Repaso el calendario deportivo como si en el mando a
distancia del televisor se escondiera algún mapa del tesoro, algún diagrama oculto,
alguna revelación apocalíptica sobre la pasión o la indiferencia, sobre el
enigma de la vida. Repaso sin prisas las hojas marcadas, minuciosamente, por la
adrenalina o el cuajo de las diversas competiciones. El actual rugido afónico
de la Fórmula 1. El desenlace matemático de la Liga. El deambular sudoroso del
Real Mallorca. Las previsiones lógicas de la Champions. Roland Garros y Rafael Nadal. El Giro, el Tour, la
Vuelta. Quizá, también, el Festival de Eurovisión. ¿Por qué no? Todo vale
igual, cuando vale lo mismo.
Pero lo bueno y hasta lo esencial de tanto acontecimiento más
o menos deportivo o sinfónico, al margen de lo que nos pueda interesar
personalmente, no es el hecho competitivo en sí mismo, sino su mecanismo
cíclico y con vocación de eternidad. Los fracasos o éxitos de este año podrán
ser vengados o ratificados, según corresponda, el año próximo y, si no, el
siguiente o el otro. Indefinidamente.
Repaso las columnas de la prensa, ese edificio en ruinas y
en constante reconstrucción. Me asombra que algunos columnistas tengan el humor
o la osadía de desvelar el sentido de su voto este 24 de mayo. Repaso las
sucesivas elecciones de mi vida (que son todas las de la democracia, por
supuesto) y no me encuentro con otra cosa que con decisiones personales de
índole compulsiva y, quizá, azarosa. Apuestas un tanto suicidas por un futuro
mejor que, a veces, se ganan y, a veces, no.
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