Cuando era muchísimo más joven y veraneaba, con la familia,
en Cala Blava, tenía a la Playa de Palma por un lugar vulgar y ruidoso que, sin
embargo, merecía la pena visitar, de vez en cuando, por aquello de las
interminables fiestas que la lógica caprichosa del azar o, frívola, de la edad
nos parecían tener siempre a punto. Las noches se nos alargaban tanto que hasta
amanecían y la arena fresca y húmeda, entonces, nos recogía suavemente como a
unos náufragos rotos de un tiempo que corría volátil y promiscuo, inconsciente,
todavía, de sus límites y costuras.
Pero es así, luego, en este instante de ahora, que
recordamos las viejas historias pretéritas con varios signos de admiración,
algún interrogante y no pocos puntos suspensivos. Nunca tuvimos conocimiento,
por supuesto, de otra forma de diversión que no fuera fruto de nuestro
esfuerzo, de nuestras propias ganas de comernos el mundo, de nuestro encanto
(tan efímero, aunque aún lo ignorábamos) para cortejar todo lo que se moviese a
nuestro alrededor, que no era poco.
Debe ser por eso o, a fin de cuentas, porque algo hemos acabado
aprendiendo con el paso marcial de los años, que se nos antoja sumamente repugnante
y hasta vomitivo el cúmulo de revelaciones sobre las orgías de algunos policías
y políticos o empresarios con cargo a la autoridad inmoral de los más fuertes y
a la indefensión vergonzosa de los más débiles. Prostitutas. Menores. Sin
papeles. O todo a la vez. Tanto en la Playa de Palma, como en Calviá, hay que
hacer una limpieza tan ejemplar como higiénica.
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