No sé si es algo común o sólo muy mío. Con los años, las
pequeñas o grandes fobias y filias que reconocemos padecer y, sobre todo, haber
padecido, parecen ir perdiendo peso y también entidad; se desdibujan y diluyen
hasta convertirse en casi lo mismo. Sucede, pues, que acaba prevaleciendo, poco
a poco, el principio de la terca realidad sobre el del fulgurante, volátil deseo
y uno empieza a saberse situado en un mirador inverosímil y vertiginoso, en un
balcón o puente colgante con las mejores vistas subjetivas del universo. Su
espectáculo, no obstante, nos sobrecoge o aburre sin que sepamos muy bien por
qué. Ni cómo.
Miramos al mundo y se nos escapa, ahora, un indisimulable
bostezo. Volvemos a mirar y, aunque nada haya cambiado, ahora la emoción nos
desborda. Hablamos (o callamos) al margen de que casi nadie nos escuche, porque
nosotros tampoco escuchamos a casi nadie y sólo pretendemos, tal vez, cumplir
alguna que otra orden invencible que nos nace muy adentro, en algún lugar tan poderoso
que no la podemos ignorar ni contradecir.
Mientras tanto, leo que Adán
y Eva han muerto. Eva, abatida y
Adán, asfixiado, quizá. Son dos chimpancés. Dos antepasados escandalosamente
próximos en la escala genética. Ellos también se descolgaron del viejo árbol
bíblico del conocimiento del bien y el mal. Ellos tampoco recuerdan el lugar exacto
donde la fruta prohibida nos abocó al hambre, la emoción o la abulia. A la
pasión que nos hace semejantes, pero no iguales. Al miedo que nos convierte en
asesinos y que, a la vez, nos asesina.
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