El mejor gobierno es el que no existe. Hace tres décadas yo
hubiera suscrito, sin ningún rubor, esta afirmación tan llamativa como sesgada,
tan valiente como suicida, tan irreflexiva como utópica. La hubiera suscrito,
pero ya no. Pasa el tiempo y nos damos cuenta de que no somos, por desgracia,
autosuficientes, que precisamos de la ayuda de los demás, igual que los demás nos
necesitan, que algo o alguien ha de poner cierto orden en el comportamiento
humano, cierta justicia más allá de la fuerza bruta o la inercia totalitaria del
número, cierta equidistante objetividad en esa reyerta de intereses, ideales y
pasiones que somos y fuimos, que seguimos siendo.
El mejor gobierno, en cualquier caso, nos lo empieza a
parecer el que logre sus objetivos sin apenas molestarnos. El que nos deje
hacer, porque el camino ya está más o menos insinuado y lo que corresponde, al
fin, es que la imaginación, el talento o el esfuerzo individual vayan puliendo
los aspectos mejorables de la enorme colmena global en que vivimos.
Aquí no caben, pues, gobiernos como el de Artur Mas y sus elecciones que no son
elecciones, sino referéndums o vaya usted a saber qué. Aquí tampoco caben
gobiernos como el liderado (sólo nominalmente) por Francina Armengol, incapaz de otra cosa que no sea marear la perdiz
de la financiación, regresar al Ramon Llull o reunirse con la OCB, colocar a sus
docentes más adictos y regresarnos al pasado en que ya fuimos súbditos de la gran
farsa nacionalista. Su corte de bufones, su club de espantapájaros.
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