Tenemos fe, pero no mucha. Tenemos esperanzas, pero no
demasiadas. Es así que, con el paso de los años, nos vamos despojando de las
innumerables certezas, cada vez menos firmes y mucho más renqueantes, con las
que nos hemos ido moldeando y, a cambio, nos aprovisionamos de incertidumbres y
vacilaciones, de ese mirar la realidad como quien ausculta un deseo y lo hace
con tiento, porque teme romperlo y sabe que no tiene mucho más, que es muy
difícil reponer las ilusiones rotas y que lo que se pierde a cada instante se acaba
volviendo inexpugnable, inalcanzable, rigurosamente ajeno.
Pero todo tiene un límite. No podemos vaciarnos por
completo. La vida es una celebración, pero también un ritual plagado de lugares
y oraciones comunes. La vida es la forma en que vivimos, la minuciosa rutina
que nos lleva a repetir, una y otra vez, el método heurístico de la prueba y el
error, ese ir avanzando y conociendo sin alcanzar a entender por qué los
misterios que vamos aprehendiendo son, también, los que no logramos desentrañar.
Quiero decir, pues, que la vida se convierte en otra cosa
cuando se sobrepasan ciertos límites. No es posible aceptar que el gobierno de
las cosas nos conduzca a situaciones como se viven en Grecia. Me refiero a las
colas de los jubilados para hacerse, sin éxito, con su propio dinero. Hablo de
una sucesión de gobiernos nefastos culminados por otro todavía peor,
catastrófico. Como si a la gestión terrorífica e infame del PP y el PSOE les
sucediera, en España, la barbarie de Podemos, por ejemplo.
Etiquetas: Artículos
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