La sobredosis informativa me abruma, porque una cosa son los
sentimientos y otra, muy distinta, el análisis forense de la realidad. Nos
sabemos, pues, incapaces de llegar a conclusiones que incorporen las variables
que ignoramos. Hay que ser honestos. El mundo es demasiado turbio como para
aclararlo con unas frases. Se nos desvanece su perfil y también su pulso; tan
indistinguible y ajeno, a la vez, del nuestro.
Es en ese juego de distancias donde nos perdemos. El
chisporroteo de las redes sociales no nos ayuda a vencer la inercia de los días
dándole vueltas a lo mismo. La crisis económica, los cirros de la corrupción o
el aura de los que luchan contra ella. La merma de identidad, los espejismos
territoriales, la decadencia de las grandes ideas, la penuria literaria de los
lugares comunes, el paulatino ir deshaciéndose todos en todas partes sin
atender sino a alguna revancha o revolución pendiente. Alguna idea que, de tan
fija, se nos pudre en los anaqueles de la vida.
Pienso en Grecia o Cataluña, dos palabras que se me mueren
en el paladar, sin que pase nada. Hace siglos que se me murió España; y Europa,
como Baleares, aún no me ha nacido en parte alguna. Rescato, no obstante, una
última evidencia. Ante el colapso económico o la pérdida, tal vez, de los
ahorros de toda una vida, lo mejor es que esta ceremonia de la confusión en que
vivimos se eternice. Sólo los que no tienen nada y los que lo tienen todo (en
otra parte, se supone) pueden darse el lujo de discrepar. Y hasta discrepan,
por cierto.
Etiquetas: Artículos
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