No parece que las cosas de la vida nos afecten de la misma manera
a todos. Muy al contrario, nuestros gustos y aficiones coinciden de vez en
cuando, en efecto, pero también divergen muy a menudo y merodeamos, entonces,
parajes absolutamente distintos, separados y ajenos los unos de los otros.
Supongo que en eso consiste, precisamente, estar vivos; en saber afrontar la
realidad según la vamos sintiendo. A veces, con rabia o miedo y, a veces, con
una balsámica indiferencia.
No podemos, pese a todo, abarcar tanta humanidad como,
quizá, nos gustaría, pero esto no constituye ningún problema. La humanidad no
acaba de ser ninguna suma, resta, multiplicación o división de partes mejor o
peor avenidas; más bien se asemeja a la visión repentina de algún espejismo, a
la aparición reveladora de algún extraño efecto cromático, al instante
milagroso e improbable en que cuaja el puzle de la realidad y alcanzamos,
entonces, a ver esa imagen única que, tal vez, nunca más volveremos a ver.
No sé muy bien de lo que hablo, porque hablo de cosas
intangibles y hasta indemostrables, a las que vamos poniendo nombre según se
nos aparecen. O según las inventamos. Diríase que formamos parte de algún
mecanismo de relojería que, al igual que nos mide el paso del tiempo, también
es capaz de detenerlo. Es entonces cuando miramos alrededor y todo parece
inmóvil y no hay otra música que la del espíritu; y es, en ese mismo instante,
que parpadeamos y todo desaparece y regresamos a la locura, la ignorancia y el
vértigo habituales.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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