Escribo estas líneas en pleno 12 de octubre. Afuera, el
rumor indeciso de la calle me indica que el día avanza despacio, porque es
festivo y hay ganas de demorarse en mil y una cosas antes de dejarse engullir
por la rutina. Es festivo y observo, a la vez aliviado y cariacontecido, las celdillas
vacías de mi agenda y las infinitas bandejas desiertas (del spam y otras
publicidades más o menos encubiertas) de mis cuentas de correo electrónico; en
efecto, no me han invitado a ninguna recepción real, ningún concierto, ningún
desfile.
No me han invitado a nada, pues, salvo a distraerme con la
levedad de las cosas y con el desapego moral que da estar lejos y saberse, en
realidad, muy lejos. Como de vuelta de todo, sin ni siquiera haberse movido. O así.
Debe ser por ello que, igual que no celebro las diadas
chiquititas y menores o mínimas del 12 de septiembre o del 31 de diciembre
(aquí somos como somos y hasta nos podemos dar el gusto de elegir qué diada nos
ha de helar el corazón), tampoco celebraré esta indiscutible Diada de las
diadas (si obviamos las de Kim Jong-un,
por supuesto) que viene a ser la Fiesta Nacional, también llamada Día de la
Raza o de la Hispanidad (también de la hispanidad genocida, según descubro en
un nauseabundo libelo de un diario en catalán de las islas). No hay nada como
tener nombres y adjetivos al alcance de la mano para ir descubriendo, palmo a
palmo, la solidez o la decrepitud del mundo, sus arenas movedizas, sus paraísos
sumergidos y sus inmensas llanuras plagadas de espejismos.
Etiquetas: Artículos
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