Hay ideologías que, de tan infecciosas, acaban resultándonos
familiares. Se transmiten por proximidad y casi sin esfuerzo; dejándose vencer,
pues, por la desidia o la inercia que parecen venir de serie en el código
cifrado del arsenal biológico, en la lista vacía de la inteligencia, en el
arcén endogámico donde se congelan las pulsaciones y se arremolina la niebla.
Con todo, no hace falta pensar mucho para edificar un cobertizo sostenible alrededor
nuestro y recrearnos, así, en los espejos deformes de la miopía o el narcisismo.
Llevamos desde siempre padeciendo la lacra del nacionalismo
y su camaleónica ceguera, adaptada a la realidad cultural de cada instante. Es
como si lo nuestro (convertido en bagaje
y unidad de destino) viajara a través del tiempo sirviéndonos, a la vez, de
medio de transporte y bandera; de blasón en llamas con el que identificar
nuestra pureza frente al infierno contaminado de los otros. Ah, los otros.
Así las cosas, uno observa el paisaje y advierte el
nacionalismo nuclear del PSM de Barceló
con cierto hastío. Son pocos o muy pocos, pero su insignificancia se convierte
en otra cosa al observar el rastro de su infección. Están en esa cola de infectos
el PSIB de Armengol y también el PI
de no recuerdo ahora quién. Les atienden, tan solícitas como ubicuas, las
huestes de la OCB. Les apoyan las cúpulas piramidales e ilustradas de la UIB.
Les jalean los coros y danzas de la Assamblea de Docents y su ruidosa marcha
verde. Con este panorama no sé si reír o llorar y seguir escribiendo.
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