No hace tanto tiempo (o sí, porque el tiempo pasa rápido y los
recuerdos tienden al vapor y al capricho, a la mutación y la deformidad óptica)
que, cuando la peseta manejaba nuestras vidas, cien mil pesetas venían a ser la
frontera no escrita entre un sueldo aceptable y uno insuficiente. En la
actualidad, cuando ya sabemos que la precariedad es el estado natural del ser
humano, esos seiscientos euros de antaño se han convertido en unos mil y esa
cantidad es, ahora, el nuevo paradigma de una pobreza económica que te va
agarrando de los pies como si vivieras sobre arenas movedizas. Mal asunto que
te trague la tierra. Casi tan malo como que el cielo se te desplome encima.
El tiempo podrá, pues, haber pasado deprisa, pero la
situación sigue siendo la misma. O peor. Sigue sin ser fácil vivir de la propia
vocación y esfuerzo, porque la inmensa mayoría del género humano (al margen de
unos pocos ricos, muy ricos, con los que, cíclica y periódicamente, todos
queremos ajustar cuentas sin éxito) no hace sino repartirse la miseria a manos
llenas. En esas estamos, absolutamente pringados.
Es entonces que en el vertiginoso «prime time» televisivo de
la noche se nos cuelan, de rondón, Albert
Rivera y Pablo Iglesias como si
estuvieran predestinados a ser los nuevos gestores de tanta miseria. Puede que
así sea. Voy del neoliberalismo de uno al marxismo sin acabar de cuajar del
otro. Mis preferencias poco importan, porque lo que más me llama la atención,
en el fondo, es la singular sonrisa de Jordi
Évole. No la soporto.
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