Es muy posible, siguiendo a Próspero, el personaje de Shakespeare
en «La Tempestad», que estemos hechos de la misma materia de los sueños y que
nuestra breve vida cierre su círculo con otro sueño. Este tipo de metáforas,
nebulosas y radiales, suelen tener el éxito asegurado, aunque realmente no
acaben de decir nada y presuman, sin embargo, de haberlo dicho todo. O casi
todo. En efecto, es así que nos vamos acostumbrando al fuego abrasador de la
verdad o de la mentira; es así, en definitiva, que nos arrastra el vertiginoso
torrente de la duda y nos aproximamos a ese muro final donde nos acabaremos
estrellando, porque no nos está permitido ir más allá ni, sobre todo, volver
para contarlo.
A veces, no obstante, me asola el perturbador ánimo
caprichoso de algunos recuerdos. De algunos más que otros, aunque no haya forma
de saber cuáles son más frágiles y cuáles más obsesivos y hasta, quizá,
penetrantes. Son un misterio casi indescifrable, los sueños, como la vida
misma.
En algo así pensaba, días atrás, mientras revisionaba por
televisión «La Colmena» de Mario Camus
y Camilo José Cela y veía desfilar
por la pantalla a casi todos los actores y actrices más o menos importantes o
reconocibles de mi propia vida. En algo así pensaba, hace tan sólo un rato,
mientras jugaba a ponerle rostro a mis mejores y peores sueños y todos,
absolutamente todos, tenían mi mismo rostro y no otro; y yo los miraba a todos
como si fuera Narciso a punto de
desaparecer en las profundas y tenebrosas aguas de la belleza o del horror.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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