De repente, uno viaja al único pasado pluscuamperfecto (que
es el interior, el intimo) y decide, sin éxito pese a Google o Facebook, pasar
lista a sus más antiguos recuerdos personales y descubre, por desgracia, que
van menguando a la velocidad del rayo. Es cierto, los nombres se olvidan con facilidad
y hasta los rostros, tan diáfanos en los mejores momentos, se difuminan de forma
irreversible.
¿Dónde andarán, me he preguntado no pocas veces en los
últimos años, aquellos primeros compañeros de estudios y residencia
universitaria o, más tarde, de piso destartalado y polvoriento en Benimaclet, de
días cortos y noches larguísimas, de conversaciones absurdas pero maravillosas,
de vino áspero y dulce, de rosas tiernas y alucinógenas, de guitarras rotas y de
mujeres, sobre todo, de mujeres mágicas, de asambleas y libros, de poemas y resacas?
Puede que la lista de los recuerdos devenga una renqueante
lista de bajas contra la que ya nada puedo hacer. Recito apodos y origen (Pedro
de Sax, Caspa de Lleida, Tomás de Tortosa, Bondi de Alcoy, entre muchos otros)
sabiendo que lo que me une a ellos es sólo el homenaje literario de este instante
y la certeza de que todos deberíamos estar curados del enorme espanto de haber
vivido aquellos días en que el mundo se iba haciendo a la vez que nosotros. O
eso creíamos, cuando era, quizá, al revés; y el mundo y nosotros (y también
España, que ya era el gran problema de nuestras vidas), todo se deshacía,
porque aún no sabíamos hacer otra cosa y parece que seguimos sin saber.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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