Revivo la asombrosa sucesión de asambleas a las que asistí
en las aulas universitarias de Valencia allá por el tobogán de los años
setenta, recién muerto Franco, y en
pañales la frágil democracia que nos iba a traer, a trancas y barrancas o en
volandas, según se mire, hasta donde estamos, aquí y ahora, cuarenta años
después, desvalijado, quizá, el cuerpo, pero atento el espíritu, dispersas las
filas y decididos a seguir siendo razonablemente libres, pese a los que nos
gobiernan con sus fabulaciones ideológicas, históricas o lingüísticas. De todo
hay en el retablo de los días.
Refulge una lágrima sobre un fondo gris de tierra reseca. Unos
reflejos asesinados bajo el cielo azul. O plúmbeo. O maniqueo. La terrible
sospecha de hallarse en un laberinto de ficción. Nos miramos adentro, entonces,
y nos asola la certeza de que no existe el vacío que nos aterra, sino sólo el
lenguaje que se nos escapa, porque no lo domamos. Nos desborda. El lenguaje.
Vuelvo, pues, al escurridizo presente (como si de regreso al
futuro, porque ya lo hemos vivido otras veces) y en varios centros de atención
primaria y Son Espases los pasquines sobre los muros me ponen al día de las magníficas
relaciones que embargan a funcionarios y médicos con Armengol. Pareciera, y casi que me duele el retórico panorama, que
el gobierno de la izquierda nacionalista, con la venia de Podemos, sólo diera
para rebuscar en las exhumaciones de las fosas ese mismo pasado en que tuvieron,
tal vez, ideas gloriosas que ya nadie recuerda. Salvo ellos, ay.
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