Pasó el truco o trato promocionado de Halloween con la misma
celeridad que ya dejamos atrás las flores de la Rambla y las lentas comitivas
hacia los cementerios destemplados y casi siempre gélidos del día de Difuntos.
O de todos los Santos. Lo grotesco de nuestras celebraciones más solemnes es
que la muerte, su perfil deshabitado y absolutamente ajeno al fulgor de las
máscaras, se nos suele colar de rondón cuando menos la esperamos.
Será por eso, tal vez, que nunca hemos logrado asumir por
completo ese vínculo inoportuno y terminal, ese instante que rompe la baraja y hasta
los calendarios para acabar aboliendo todas nuestras relaciones temporales.
Fuera del tiempo no hay discurso alguno y, por lo tanto, tampoco hay existencia.
Hace años, pues, que ya no visito el cementerio de Palma.
Compro los ramos de flores y en vez de depositarlas en las lápidas, me las
llevo a casa, para que algún olor lejano me recuerde a los míos y también a mí
mismo. Sin monolitos ni zanjas, sin historias ejemplares de crímenes, torturas
o venganzas. Sin otro devenir más o menos reseñable que el de la ternura y la
justicia interior; la que no sabe nada de guerras civiles, héroes o traidores,
la que sólo busca lodo, viento y arenas movedizas donde enraizarse y hacerse
fuerte. Hasta disolverse. Yo soy todos mis antepasados, ahora mismo. Soy todos
ellos palpitando en algún lugar de la memoria donde arden la fe o la pasión incombustibles,
pero no el raciocinio. Las ideas, por desgracia, acostumbran a ser pasto fácil de
las llamas.
Etiquetas: Artículos, Literatura
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home