Hace tiempo que me quejo de la excesiva, vergonzante y hasta
intempestiva presencia de Franco en
la plana mayor de nuestra actualidad política. Parece haberse olvidado que este
mes se cumplen cuarenta años del óbito del dictador y que buena parte de la
gente no lo conoció en vida y basa sus referencias en lo que les contaron los
supervivientes y en esa enorme metáfora organizada que hemos dado en llamar
memoria colectica (o memoria histórica), que pasa por ser la memoria de todos e
igual no es de nadie. Las sociedades no tienen memoria propia, porque no tienen
una mente única ni una experiencia uniforme de la vida. Por fortuna, claro.
En cosas así pensé, ayer, mientras devoraba los primeros capítulos
de «Españoles, Franco ha muerto» el nuevo libro del historiador valenciano Justo Serna, editado por Punto de
Vista. Se trata de un ensayo riguroso, diáfano y, sobre todo, irónico. Un viaje
hacia donde se mezclan la historia de Franco y la sombra del franquismo, su oscurantismo
económico, político y cultural, el complejo vía crucis de la transición democrática.
En ese extraño lugar, síntesis de todas esas circunstancias, vivimos en la
actualidad.
Dice Serna en el libro: “Por un lado, la España de Franco es
intervencionista, ordenancista, leguleya; por otro, ese país es también el del
estraperlo, la corrupción y el nepotismo. Aparte de la dictadura, lo que lo
hace repudiable es, precisamente, la suma de intervencionismo y corrupción”. Me
temo que el diagnóstico, además de acertado, es tan actual que asusta.
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