Acabo de reservar unas cuantas noches en un hotel de París,
para diciembre, que es cuando los puentes se eternizan y podemos recorrer los
cincos continentes con sólo saltar de isla en isla y de festivo en festivo, sin
más peligro que darse de bruces con alguna pachanga de las elecciones del 20-D
o con las propias, en fin, de la Navidad; ya saben, los arbolillos de luces parpadeando
sobre la nieve y las hogueras, los gélidos mercadillos de la solidaridad, las
colas sombrías de los refugiados, el largo viaje de cada año hasta el lugar
donde nos acaban dando las doce campanadas de esa simbólica renovación anual
que, sin embargo, nunca acaba de cuajar. Nunca.
Pero a lo que iba. Además del varapalo de la habitación vamos
a tener que pagar, en concepto de impuestos municipales, la cantidad de 2.48
euros por persona y noche. Hago cuentas y resulta un buen pico. Tampoco me
consuela que lo llamen impuestos municipales y no ecotasa o cualquier otro grosero
eufemismo que nos prometa el cielo de la eficiencia, la justicia o el bienestar
social a cambio, tan sólo, de unas pocas monedas.
No me gustan las justificaciones ni, tampoco, los rodeos conceptuales.
Duele que nos tomen por idiotas. El dinero es sólo dinero y si el mundo se
empeña en ser una enorme alcancía, lo que hay que hacer es agitarla, por ver si
revienta. Mientras tanto, espero que las autoridades parisinas hagan el mejor
uso posible de mi peculio, pero si no es así y lo dilapidan en caprichos, me va
a dar igual. Me va a fastidiar exactamente lo mismo.
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