Uno quisiera, a todas horas, poner en orden el mundo, al
menos en su cerebro y así en la voluptuosidad del papel, pero las palabras y
los conceptos necesarios no siempre están a nuestro alcance. Sólo lo están a
ratos, como si jugasen con nosotros al escondite: ahora aparecen y nos
muestran, generosamente, el universo entero; ahora desaparecen y nos rodea,
abrumadora y gélida, la niebla, el espeso velo de la ignorancia, la decepción
o, quizá, el hastío.
La diversión, con todo, parece garantizada. El mundo está
tan en obras como pueda estarlo nuestro mal ubicado Palacio de Congresos, ahí
tiritando medio desnudo frente al mar embravecido de los años, con sus
ventanales como ojos de calavera y sus vergüenzas a la vista de todos: su limbo
de certificaciones de obra, su rosario de penalizaciones judiciales, su futuro
hipotecado, como el nuestro, en no se sabe qué maletines del dinero o del
tiempo. O de ambos. Así no vamos a ninguna parte.
Mientras tanto intento dibujar una metafórica escalera que
vaya desde las cloacas del dinero del SOIB y las luchas del poder en IB3, por
ejemplo, hasta la ingobernable ficción independentista de Cataluña, que salte
hasta las colas de los refugiados, abocados ahora al abismo invernal de Europa
y al rapto de Zeus, para concluir repasando un video en YouTube sobre el
conflicto de Siria. La escalera (que iba para escalera de color y quedó en
simple farolillo) acaba tan retorcida y rota que su vuelo parece el de una
peonza que se nos ha escapado de las manos. Definitivamente.
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