Hace algo más de treinta años fui testigo, en un comedor estudiantil
de la Sorbona, de un violento tiroteo entre partidarios del ayatolá Jomeini y de Reza Pahlavi, el Sah de Persia. Siglos de cultura reconvertidos en minutos
de barbarie. O algo así. De aquella rápida y confusa refriega sólo me queda,
aparte del insoportable resplandor del miedo, un ligero, pero penetrante, olor
a pólvora. El mundo siempre huele demasiado a pólvora.
Pienso regresar a París en unos días y no me extrañaría que,
siquiera metafóricamente, el mismo miedo y olor a pólvora me recibieran como a
quien regresa a casa sin pretender otra cosa que reconocerse en los rincones
polvorientos de la felicidad o el spleen.
Hay que asumir que la vida se repite como si fuera un bucle de imágenes que
rebobinamos mil veces porque le tememos a la oscuridad y al silencio, la
quietud y la inacción.
Llevo más de treinta años, también, viviendo en el mismo
lugar de Palma. Alrededor hubo muchas librerías, cuando yo leía mucho y compraba
muchos libros. Más tarde, las librerías cerraron y abrieron algún bar, que me
fui muy útil para ir ordenando la vida por entre los cristales rotos. Ahora han
abierto dos bazares, uno regentado por una joven pareja hindú y otro por un
árabe taciturno, que cuelga versos del Corán donde antes pudo haber un reloj de
pared o un crucifijo. Ambos colmados me son muy útiles cuando he olvidado
comprar alguna cosa. Parece, pues, que la vida tiene que ver con hallarle la
utilidad a lo que hay. A su devenir como a su decadencia.
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