No sé si lo que nos conviene es andar buceando por entre la
artificial ubicuidad de las redes sociales y la guerra en directo de las
televisiones o si, por el contrario, deberíamos alejarnos del mundanal ruido y
dedicarnos, en fin, a nosotros mismos; al menos mientras todavía se pueda. Que
aún se puede. Abro las ventanas y las persianas verdes de casa y observo que ya
están colgadas y hasta encendidas, de buena mañana, las pequeñas bombillas del
alumbrado navideño.
Las deben estar probando, pienso, y confirmo que así es, en
efecto, cuando al rato las luces se apagan y queda balanceándose, sobre la
ciudad húmeda y recién levantada, el armazón de plástico de la fiesta, el
esqueleto de algunos de nuestros mejores sueños, la mueca desdentada de unos
días que se suelen asociar con unos cuantos tópicos sentimentales, familiares y
hasta religiosos que no sé yo, la verdad, si han resistido, indemnes, al paso
del tiempo. Es posible que el tiempo siempre arrase con todo.
Hace unos días, tras la masacre de París, el Papa Francisco
nos avisó de que había comenzado la tercera guerra mundial. Puede que así sea y
que la guerra, en definitiva, se haya convertido en una forma de vida.
Deambulamos de un campo de batalla a otro sin saber en qué trinchera encontraremos
paz o refugio. Deambulamos entre los taciturnos campos de cruces como entre los
ruidosos bulevares de la libertad o la ira. Deambulamos como almas errantes
buscándonos, en fin, a nosotros mismos como si nos fuera en ello la existencia.
Quizá nos vaya.
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