Juego de Tronos
Este pasado puente de diciembre tenía pensado, entre los destinos
más o menos exóticos que se me ocurren cada año, llegarme hasta las ruinas
históricas (y ahora también sociales) de Atenas, pero no pudo ser. Las
insalvables dificultades para encontrar vuelos directos o con horarios decentes
me obligó a rescatar del olvido la dura prueba de los viajes en manada. Dicho y
hecho, unos doscientos mallorquines (algunos, como yo, sin haber visto en la
vida ni un capítulo de Juego de Tronos) desembarcamos estos días,
sorprendentemente cálidos y apacibles, en algunas de las naciones más jóvenes
de Europa y, a la vez, en algunas de las culturas más antiguas sobre la faz de
la tierra: Croacia, Montenegro y Bosnia-Herzegovina. Dubrovnik, Kotor, Budva y
Mostar.
No sé, ahora, si sólo viajamos en el espacio o si también lo
hacemos en el tiempo. Cierro los ojos y dejo que me invada la feliz fatiga de
las horas subiendo y bajando por entre las torres y las guaridas escarpadas de
los centinelas imaginarios, a un único paso del abismo violentamente azul y negro
del mar, allá abajo, y del vértigo que, desde siempre, padezco. Quizá las
murallas de Dubrovnik, además de encerrar la orgullosa historia de la República
de Ragusa, sean el mejor mirador sobre el mar Mediterráneo (el Adriático, de
hecho) que el tiempo, las guerras y los terremotos, que la destrucción o el
amor y el odio, en todas sus facetas, han acabado respetando. Qué inmensa
suerte.
Etiquetas: Artículos
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