Cuentan las crónicas que algunas mujeres, transidas de
emoción y al borde del llanto, corearon «¡Viva el Rey!» cuando la familia real
abandonaba la Catedral de Palma tras asistir a la tradicional y solemne misa de
Pascua. No esperábamos, desde luego, que Armengol,
Ensenyat, Hila o Picornell, es
decir, la asilvestrada plana mayor de nuestras autoridades locales, llegaran a
mostrar tanta efusividad como esas mujeres al borde, previsiblemente, de un ataque
de nervios, pero tampoco que pasaran, desdeñosamente, del evento y se
ausentaran de esa foto anual que sitúa a Mallorca, año tras año, en la portada
de la actualidad y por la que, sin ninguna duda, autoridades mucho más
avispadas acabarían pagando.
En efecto, hoy en día resulta impagable tener a la familia
real casi al completo formando, sonriente y más que bien vestida, frente a los
portones, los arcos y los vitrales de la Seu y dejarse vencer, en fin, por el
morbo y también por el cotilleo: dónde estará Juan Carlos, dónde Urdangarin,
dónde las Infantas.
La verdad es que todo ese cotilleo no nos importa demasiado.
Nos preocupa mucho más, aunque nos de la risa floja mientras nos apuramos en
describir la situación, la falta de educación cívica de nuestros gobernantes,
su absentismo político, aunque también podríamos decir que laboral, si alguna
vez hubieran trabajado en algo, su frustrante y alevosa falta de empatía para
con la gente corriente y moliente que da en mirar, en fin, los toros espléndidos
desde la barrera y jalear los trajes de luces (anoréxicos o maduros, elegantes)
de Leticia o doña Sofía, la barba de legionario
emprendedor que atesora Felipe o los
modelitos tallados en azul y rojo, respectivamente, de la princesa Leonor y la infanta Sofía, dos auténticas maravillas en
ciernes, oigan.
Acabo de recordar, quizá por aquello de la empatía, la
teoría de las catástrofes o alguna que otra nebulosa conexión subconsciente,
otro posado ilustre que teníamos por estos pagos y que ya no sé si tenemos. Me
refiero al de Ana Obregón que, si
alcanza la inmortalidad, no será por sus trabajos artísticos sino por ese
posado anual en bikini o prenda similar, que tanto nos asombraba (y que nos
reconciliaba, por supuesto, con la lujuria) al principio y que luego, con el
paso de los años, se nos fue convirtiendo en un recordatorio cruel, pero
necesario, del avance de la decrepitud y el estropicio de las arrugas, la
efímera armonía de las formas, el lento pero inflexible declinar de la carne
frente a la imperturbable sonrisa de quien es capaz de observar el objetivo de la
cámara como si mirase al mundo y supiera, de algún modo, que cada uno ve lo que
quiere ver y que nos quiten lo bailado, si pueden. No podrán.
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