Hay muchas sillas de madera alineadas a lo largo de la calle
Olmos. Pronto se llenarán de fieles, curiosos y turistas. Resuenan de vez en
cuando algunos tambores, todavía solitarios y destemplados. Pronto se
convertirán en esa especie de orquesta que recorrerá solemnemente las calles y
también el alma de quien quiera ser recorrido. Cierro las persianas y corro las
cortinas, mientras extiendo la hoja en blanco virtual del monitor donde escribo
estas líneas.
Me corroe alguna que otra duda. ¿Las instituciones, pienso
ahora, por ejemplo, en el Govern o en la UIB, son algo mejor o peor, en sí
mismas, en su naturaleza, en los resultados finales de su actividad, que las
personas que las componen? ¿Son las instituciones tan rácanas, indolentes,
sectarias o mezquinas como parecen serlo algunos de sus miembros más
significados o existen instrumentos correctores capaces, tal vez, de llevar a
buen puerto cualquier nave por desnortados que anden sus más cualificados
tripulantes?
Empezaré con el Govern. Las lágrimas de Biel Barceló, mientras reconocía los errores políticos de sus
subordinados en el caso de los contratos de Jaume Garau, me recuerdan a las de los cocodrilos que, por cierto,
no lloran porque estén tristes, sino porque necesitan lubrificarse los ojos.
Suelen llorar, los cocodrilos, cuando abren y cierran sus enormes mandíbulas
mientras devoran, con delectación, a sus víctimas. ¿Por quién lloraba, anteayer,
Barceló? ¿Por Ruth Mateu, tal vez?
¿Por el fiero ataque fratricida de Jarabo,
imperturbable pese a sus historias para no dormir con IB3 o el asunto Bachiller? ¿Por el paraíso perdido,
según confesó, el maldito día que se le ocurrió dejar de ser un probo
funcionario para meterse a vicepresidente del Govern y comprobar que no hay forma
de vivir tranquilo cuando lo que importa, al margen de las ideas, son las
sillas, pero no las de fe y madera en plena calle Olmos, sino las sillas
muelles, los sofás y tresillos del poder y sus aledaños, el chirriar intolerable
de las puertas giratorias, el despelote de las propias huestes siempre ávidas
de carnaza, espectáculo, dinero?
Barceló, en fin, puede coger su peculiar sentido de la
responsabilidad, guardárselo donde le quepa y marcharse, pues, por donde vino. No
se lo reprocharíamos. De la UIB, por desgracia, me tendré que ocupar otro día.
Hasta la fecha, y a falta de otras excelencias, conocíamos su infatigable
capacidad para vendernos el catalanismo a todas horas y en todos los ámbitos de
la sociedad. Ahora sabemos, también, que son capaces de vendernos fármacos que
no curan lo que dicen curar. El asunto clama literalmente al cielo. Mientras
tanto empiezo a oír clarines y tambores, crepita la cera y alguien entona una
saeta, vaya escándalo.
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