Un baño de sangre en una iglesia del norte de Egipto. Con
esa fotografía, en la que el principal protagonista era el rojo ubicuo y
desgarrado de la sangre y también el estupor de unas cuantas personas
intentando ordenar el caos y hasta salvarse de él, abrió este diario, ayer
lunes, su portada. Sangre y estupor, sangre y metralla, sangre escenificando el
silencio de Dios, el ensordecedor silencio de Dios. «Moriré protestando contra
el silencio de Dios» dice, en un momento de exaltación y rabia, el padre judío
del protagonista de la última película de Woody
Allen, “Café Society”, y casi toda la acción que se narra en el film
discurre, revoletea, danza sobre ese fino alambre donde la conciencia y la
realidad intentan ponerse de acuerdo sin demasiado éxito.
En efecto, somos el lugar inquieto, inestable y hasta intempestivo
donde concurren las ansias concienzudamente irracionales de rebelarnos contra todo
y todos, incluso contra nosotros mismos, contra la injusticia, acaso cósmica,
que acaba siendo la vida. Pero somos, también, un cúmulo sucesivo de civilizada
resignación, de nostalgia y hasta languidez más o menos inteligente, un paisaje
coloreado por la ternura, por la curiosidad o la indiferencia, el extraño lugar
donde florece la muerte igual que el respeto exquisito, inmenso, que finalmente
sentimos por las decisiones que vamos tomando, aunque muchas veces nos
equivoquemos. Cómo no.
Ya estamos en Pascua. Los turistas sacan fotografías de nuestras
solemnes procesiones, los encapuchados, la parafernalia paramilitar de las
bandas y las cofradías; las mismas fotografías que sacaría yo si fuera uno de
ellos: reamente lo soy, pero disimulo y hago como si fuera uno de los nuestros
cuando sólo alcanzo, tal vez, a ser uno de los míos, de los muy míos. Pero no
importa. Los turistas observamos el mundo con el mismo estupor con que el rojo
ubicuo y desgarrado de la sangre va tiñendo la convivencia en nuestro planeta.
No siempre nos gusta lo que vemos.
Ahora podría ser, tal vez, el instante en que no estaría mal
flagelarse un rato por la desvergonzada actuación de nuestro Pacte de Govern al
ponerse de perfil mirando hacia Rasputín, por ejemplo, cuando la verdadera
penitencia debiera consistir en leerse su propio código ético y concluir que la
gente decente no precisa de códigos éticos para serlo. Debiera el Govern, tal
vez, salir de anochecida con sus caperuzas blancas, sus pies descalzos, sus
tobillos encadenados y una gran cruz a sus espaldas. Jaume Garau podría cantar saetas adoloridas con letra de Valtònyc, por ejemplo, y Biel Barceló recordar, con Francina Armengol y Vicenç Vidal, aquellos tiempos en que
bailaban la conga como si el mundo fuera suyo. Quizá lo era o, al menos, se lo creían.
Etiquetas: Artículos
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