La mejor ley es la que no existe, la que se cumple por sí
misma o por nuestras circunstancias, la que escapa a cualquier tentación de reinterpretarla
o ponerle, quizá, bridas, la que fluye como el aire que respiramos sin que notemos
su presencia. La verdad es que hay muchas de estas leyes, llamémoslas no
escritas, ordenando nuestra convivencia, nuestra forma de vivir y relacionarnos
en el entramado social o laboral, pero habría muchas más, muchas más leyes no
escritas, quiero decir, si la educación y cultura colectivas, el sentido común
y la empatía hacia los demás (y también hacia uno mismo) mantuvieran unos
niveles más altos de los que, en la actualidad, mantienen. De hecho, el mundo
se nos cae a pedazos entre la dejadez suicida, revestida de incurables tintes
fatalistas, de la mayoría y la tendenciosa y sectaria visión de los que
intentan dirigir la vida en beneficio de no sabe muy bien qué o quién. De ellos
mismos, por supuesto.
Me asomo a la calle Olmos. Son las diez de la mañana y la
calle está casi vacía. Parece que Palma se levanta sin prisas de otra noche en
la que este calor de agosto en junio apenas sí nos ha dejado dormir. Vista
desde donde la observo, la calle parece la lengua alargada y exhausta de un
perro sediento. O de un toro encerrado en sí mismo.
En la televisión, un dron exhibe, una vez y otra, la
desoladora imagen de una autopista portuguesa repleta de cadáveres y coches
quemados. Esa calle del infierno la vi en The
Walking Dead. Es lo que tiene la ciencia ficción, su realismo es tan
extremo que siempre nos acaba demostrando que no hay nada más revelador que el
cataclismo último al que, no por casualidad, llamamos Apocalipsis.
Pero hablaba de las leyes mientras una nube se me cruzó con
sus esperanzas o temores de lluvia. Así pasan las ideas y descargan o
desaparecen, porque sólo estaban de paso. Hay un punto, un aspecto de la Ley
Antitaurina de este Govern (hablo de esta ley no porque me interese el tema,
sino por este Govern no se dedica a otra cosa que a reinterpretar la vida y a
parchearla con sus ocurrencias y dislates, sus ganas de llamar la atención o
desviarla) que me parece fantástico. Entre otras exigencias prosaicas, como
prohibir la muerte del toro, las banderillas o el rejoneo, me conmueve
sobremanera que se exija para la celebración de las futuras corridas un informe
previo sobre el estado síquico del toro. Seguro que el Pacte ya tiene a punto alguna
cuadrilla de empresas amigas repletas de parasicólogos, quiromantes,
nigromantes y chamanes animalistas para sacar adelante esa verónica a mano
cambiada con pase cruzado de pecho y desplante final con la que un torero que
se precie se queda mirando, fijamente, a su público. Cuidado con el toro.
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