Hace ya cinco años que no publico ningún libro nuevo, ningún
nuevo poemario con el que seguir frotando esa lámpara de Aladino vacía con la
que, inevitablemente, tenemos que conformarnos nos guste o no. No nos gusta, en
efecto, pero es lo que hay y todo lo que no sea asumir la realidad, incluso
para cambiarla, es una pérdida de tiempo. Nunca tuvimos demasiado tiempo, es
cierto, lo sospechamos desde siempre, y, sin embargo, cuánto tiempo que
perdemos, cuántas horas vivas que damos por muertas y echamos por la borda en
este naufragio anunciado que es ir hacia los arrecifes sumergidos del deseo y
estrellar ahí, como escribiera Maiakovski,
la barca del amor o la de la vida. El paisaje tras el naufragio me trae a la
memoria la imagen, la realidad o la ficción de la Estatua de la Libertad en
ruinas a orillas del viejo Hudson. Muy pronto viajaré a ese lugar.
Pero es cierto. Frotamos esa lámpara vacía con brío y furia,
con determinación absoluta. La frotamos con fe y la fe es, precisamente, el concepto
al que quería llegar en estos días en que la palabra fe parece convertirse, por
culpa de la actualidad, en sinónimo de fanatismo. No lo es, nunca lo fue. No
puede serlo. Pienso en los místicos, en Teresa
de Ávila o Juan de la Cruz, pero
también en William Blake o los presocráticos.
Pienso en Silesius, pero también en Al-Ghazali o San Agustín. Pienso en Nietzsche o Bataille. En Cristóbal Serra
o Ramon Llull. Pienso en quienes me
añadieron algo, sumando algunos de sus interrogantes a los míos. Creo que de
eso trata la vida, de esa fe que nos mantiene en vilo incluso cuando ya no
creemos en absolutamente nada. ¿Por qué íbamos a creer en algo?
«Ojalá llegues a ser quién eres», dijo Píndaro, y en esas estoy igual que todos, mientras me froto los
ojos y los destellos de la oscuridad me deslumbran. Escribo estas líneas, cada
martes y viernes en este mismo lugar, como si escribiera los versos que no
escribo, que no termino de escribir y que no sé si llegaré a escribir. Mientras
tanto, miro alrededor y observo los contrastes. He citado, más arriba, a gente
extraordinaria mientras la mediocridad general convierte el mundo en un burdel
de muy baja estofa. Enciendo la televisión, el ordenador, la tablet. Una
pandilla de jóvenes compra un hacha, tabaco y cuchillos, sonríen, bromean, van
a matar a quien puedan matar y van a morir, después, si tienen la suerte de no
sobrevivir a la barbarie y tener que afrontar la tortura de la propia muerte
mirándolos a la cara, a los ojos. Apago la televisión, el ordenador, la tablet.
La muerte campa a sus anchas, cuando la fe deja de ser una opción personal e
intransferible y se convierte en el pretexto gregario, en el detonante bastardo
de una terrible masacre a la que hay que poner bridas cuanto antes. Ya
tardamos.
Etiquetas: Artículos
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