Un buen amigo me ha enviado muchas fotos y videos (actualmente,
la amistad se mide por la cantidad de fotos y videos compartidos en WhatsApp o
Telegram) de la semana de agosto que ha pasado en un hotel para adultos de
Magaluf. He sido, pues, testigo indirecto, voyeur
privilegiado, de algunos de sus mejores momentos: el delirante desayuno buffet,
las horas al sol junto a la piscina de agua dulce, el ceremonioso almuerzo
buffet, la frenética cena buffet bañada en champán y confetis, las imágenes casi
familiares de la habitación limpia, el balcón con vistas al mar y al vértigo,
la inercia de las horas felices en cualquiera de las múltiples barras del singular
establecimiento. Realmente en todas.
Mi amigo es un tipo sensato, más entrado en decepciones que
en años, alguien que habla varios idiomas y sabe de contabilidad; que sabe, al
menos, que le sale más a cuenta pasar unos días retozando, todo incluido, a
unos pocos kilómetros de Palma (cerca del trabajo y el hogar) que embarcarse en
la siempre incierta aventura de otro viaje más largo, con su trasiego agotador
de maletas facturadas y, tal vez, perdidas, con sus largas horas de espera en los
aeropuertos donde la precariedad laboral campa a sus anchas. Vivimos en un
mundo tan interconectado que no hace falta que ninguna mariposa bata sus alas
en la otra parte del universo, para que los problemas de unos sean también los
de los otros; y un gran problema común se cierna sobre todos.
Mi amigo me envió un video en el que se le podía ver
haciendo el tren y también el indio (ambas cosas a la vez) alrededor de la
piscina del hotel, entre dos rubias espectaculares, contra el reflectante cielo
azul turquesa de la algarabía. La gente, cuando se divierte, parece mejor de lo
que es, me confesó luego, en otro mensaje. Mi amigo ha hecho amistad con otros
huéspedes, con los camareros y recepcionistas, con la muchacha que le traía
unas chocolatinas y una sonrisa tímida cada tarde a la habitación, con los
monitores de eventos más o menos folclóricos y hasta con el mismísimo director
del hotel. Un tipo sociable, me aseguró.
En efecto, no hay nada como ser sociable cuando la ficción
colectiva va exactamente de eso, de ser feliz, de aparentarlo, de irradiar y contagiar
esa misma felicidad que no nos duele, en absoluto, dilapidar porque sabemos,
aunque nos duela decirlo, que no existe. El turismo quizá sea la mejor, la más
gratificante forma de convertir la realidad en ficción, de convertir nuestros
días de jerárquica esclavitud laboral y social en días de metafórica transgresión,
de hedónico relax, de tiempo robado a la maldición bíblica y al polvo inerte
que somos y que volveremos a ser, pero a su debido tiempo. El polvo puede
esperar. La xenofobia de los turismofóbicos, también.
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