Bares de Palma
La Telaraña en El Mundo.
Cerca de mi casa había tres grandes bares hasta no hace
tantísimo tiempo. O quizá sí, porque el tiempo (o nosotros en su nombre) pasa terriblemente
deprisa. Me refiero al Bar Moka, el Niza y el Cristal. También estaba mi
favorito, el Bar Mian, hacia el final de la calle Olmos, pero esa es, desde
luego, otra historia muy distinta. De los bares que he citado ya sólo queda el Bar
Cristal y parece que será por muy pocos días. Después de agosto, ni se sabe.
Los bares son como las personas o, si hay mucha suerte, como las familias,
crecen, se desarrollan, se multiplican y renuevan, alcanzan su madurez y
resisten contra las vicisitudes de las leyes del mercado inmobiliario, contra las
inclemencias del tiempo y, sobre todo, contra el paso marcial del tiempo mismo
hasta que toca apagar la cafetera y también las luces, bajar el telón metálico
de los sueños y cerrar, finalmente, los ojos.
Los abro ahora y observo el paisaje actual de Palma. Muchos
bares, sobre todo los que estaban mejor situados, se convirtieron uno tras otro
en magníficas oficinas bancarias hasta que la crisis económica y los efectos de
la corrupción convirtieron los bancos en lugares de dudosa reputación y
cerraron y hubo bares, entonces, que revivieron un rato o quizá dos, porque
vivir y revivir acaban siempre siendo la misma cosa. De los bares que he
frecuentado desde joven ya sólo quedan, apenas, un par: Can Vinagre, por
supuesto, aunque le llovieran, no hace mucho, cascotes y hubiera que apuntalar
y reformar su envejecida fachada, y las lejanas, pero omnipresentes, terrazas
expandidas como bancales, enormes, de aquel antiguo y diminuto Bar Bosch, ese lugar
mítico en el que no pocos tuvimos el buen humor de montar, aunque ya haga una eternidad
de ello, nuestra primera (e impostada, virtual) oficina.
Me he preguntado, en no pocas ocasiones, qué tienen de
especial los bares que siempre acaban dejando algún tipo de huella en nuestras
vidas. Se me ocurren bastantes respuestas, tan ciertas como incompletas, tan
anecdóticas como insoslayables. Vamos a los bares (o íbamos, porque suele haber
un tiempo para cada cosa) porque necesitamos, tal vez, prolongar la calidez y
la seguridad del propio hogar más allá de sus cuatro paredes familiares y replicarlo,
de alguna manera, entre las seductoras esquinas y las peligrosas curvas por las
que nos perdemos casi sin darnos cuenta. O dándonos cuenta, voluntariamente,
como debe ser. Qué suerte perderse y luego encontrarse. Vamos a los bares (o
íbamos, ya digo) porque la propia casa se nos caía encima o porque la soledad
es siempre una ruina de compañía o porque conviene, en fin, buscar un lugar
neutral donde reunirse con los amigos y fortificarse contra uno mismo o contra
quien sea. Mejor contra nadie, por supuesto.
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