Si nos alejamos lo suficiente, es decir, mucho, quizá muchísimo,
el mundo es dialécticamente simétrico, casi, casi, redondo, absoluta y, tal
vez, absurdamente circular y, aunque es cierto que parece estar en constante
ebullición controlada no sabemos exactamente por qué o por quién, también
parece estar en perfecto equilibrio, pese a las turbulencias que se le adivinan
a todo lo que se mueve, y no deja ni un solo instante de moverse, sobre la faz
de la tierra. Es cuando descendemos desde las alturas del vértigo a esa
mismísima faz de la tierra cuando el mundo se nos agrieta de veras, se nos
llena de bancales de humo y de nubes púrpuras de sangre y amor u odio, cuando se
nos hace trizas entre las manos y se nos convierte en barro, en lodo, en esa
sustancia primordial y viscosa que es, a la vez, magma destructor de fuego y
caldo milagroso de vida; quizá no se pueda ser nada en concreto, sino sólo algo
en constante evolución y tránsito, en perpetua transformación, en abierta e
inagotable crisis.
No conviene, pues, creerse demasiado nada de lo que,
aparentemente, nos ronda. Se aproxima, por ejemplo, el 1-O y, pese a todos los pájaros
de mal agüero, no cabe sino esperar, más o menos tranquilamente, a que ese grupito
feroz de políticos, que no saben en qué país o en qué Europa viven, decidan
suspender definitivamente el absurdo referéndum y convoquen, al menos mientras
puedan aún hacerlo, unas elecciones autonómicas con las que afrontar el futuro,
ese futuro incierto que siempre acaba llegando. No les queda otra, de hecho, por
mucho que embarullen con sus urnas repletas de oxímoros y sus inverosímiles
países faraónicos.
Los titulares de la actualidad, pues, se nos van cayendo,
poco a poco, como templos arrasados por el paso vertiginoso de los días. El
tiempo es corrosivo e igual que nos convierte en lo que somos también habrá de
acabar deshaciéndonos hasta ese polvo bíblico del que, sin duda, provenimos.
¿Qué son, por ejemplo, los recientes brotes de presunta turismofobia, sino el sarpullido ideológico de los que, por los
motivos que fueren, no acaban de entender que la realidad es una enorme ficción
contra la que todos nos acabamos estrellando? Llevamos décadas luchando contra
la insularidad y el aislamiento, lustros acumulando la pírrica prosperidad
propia de cualquier sociedad turística más o menos desarrollada, más o menos
capitalista, más o menos bárbara para con sus orígenes tribales, sus ritos
étnicos y sus cavernas. ¿Nos dolerán prendas ahora por un éxito turístico
auténticamente espectacular, por un trasiego inagotable de gentes de afuera, extrañas
y hasta alienígenas, en busca de un ocio y un placer lo más exuberantes
posibles? Por supuesto que no. A mí me gustan los alienígenas.
Etiquetas: Artículos
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