Calor y zombis
No recuerdo que me hubiera pasado nunca. Llevo dos noches cambiando
las sábanas de la cama hacia las tres de la madrugada para no tener que dormir
sobre el charco de mi propio sudor. Alto ahí. Es de noche, los sueños campan
como desvaríos y la piel es una especie de cortina líquida, una membrana amniótica
que podría devolvernos al origen, al útero materno de la existencia donde
estuvimos agazapados, escondidos, protegidos. Pero me detengo un instante
porque, tras escribir estas líneas, caigo en la cuenta de que en ellas aparecen,
al menos, tres conceptos quizá muy sobrevalorados, la memoria, el sudor y los
sueños, esas tres excreciones que nos salen de muy adentro para acabar
convirtiéndose en algo así como nuestra segunda piel, la que vestimos día a
día, la que ofrecemos a los demás para demostrarles que somos como ellos,
aunque, quizá, no lo seamos. Tampoco importa demasiado cómo somos.
No recuerdo, pues, otra ola de calor tan asfixiante como ésta,
pero ello, por desgracia, no significa casi nada. Muy a menudo me digo que nunca
voy a olvidar lo que, indefectiblemente, acabo olvidando. Olvido
acontecimientos y también sensaciones; o no olvido absolutamente nada y son los
acontecimientos, de tanto repetirse como si fueran nuevos sin serlo, los que
nos acaban aletargando los sentidos, los que nos sumergen en la marea ingrávida
de una actualidad que sólo existe porque formamos parte de ella. ¿Es cierto eso,
siempre, siempre?
Pero estos días previos al ferragosto romano muchos de nosotros nos convertiremos, mal que nos
pese, en auténticos turistas. En efecto, pasa con frecuencia que nos
convertimos en viajeros, que la curiosidad o la necesidad de aires desconocidos
y, si puede ser, más refrescantes que los nuestros, nos lleva de un lugar a
otro, de una colección de ruinas a otra colección de ruinas, de un abismo del
que conocemos sus límites a otro del que, efectivamente, también conocemos sus
límites, pero hacemos como si no. Nos gusta imaginar límites por conocer. O por
transgredir.
También pasa, tal vez para compensar una catástrofe con
otra, que los chicos de Arran, esa sucursal juvenil de la CUP, ese arrabal escogido
de entre los más selectos arrabales, se vienen a las islas convertidos en
auténticos bárbaros, es decir, por decirlo con claridad, convertidos en
turistas del kale borroka (del euskera «kale», calle, y
«borroka», lucha, pelea), en turistas tan similares a los hooligans de Magaluf o el Arenal que nos haría falta un ojo clínico
espectacular para distinguirlos. O no, no tan espectacular, porque la violencia
de algunos turistas dura unos pocos días al año y la de los chavales de Arran
durará lo que les dure este terrible calor en la mollera. Zombis, quizá para
toda la vida, qué lástima.
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