Domingo. Por la mañana, igual que al mediodía o por la
tarde, la calle Olmos está semivacía de viandantes. Corre la brisa cálida
mientras observo que la mayoría de los bares están cerrados y sólo quedan
abiertas y silenciosas (como suspendidas, tal vez, en mitad de una bruma que no
existe, pero que yo imagino porque es así como hay que describir el mundo: otorgándole
conexiones ocultas, paraísos perdidos, sensaciones subterráneas) las zapaterías
y los bazares de los chinos. En efecto, hay un chino con la edad de la porcelana
china dormitando frente al local que vigila desde tiempos inmemoriales; es un
chino atiborrado de quimeras impronunciables y también de incontables fatigas: ignoro
lo que dura su sempiterna jornada laboral, pero creo que eso no lo sabe ni
siquiera él mismo. En los televisores empieza la ida de la Supercopa de fútbol
y la calle Olmos gruñe de vez en cuando como si le molestaran las multitudes aullando.
¿Dónde está la saturación turística?
Lunes. Las tiendas de los chinos siguen, como de costumbre,
abiertas y el chino de porcelana sigue dormitando al frente de sus sueños. Los
bares han ocupado el espacio que Cort les permite convertir en terrazas,
miradores, en pequeños puestos improvisados de vigilia imaginaria, de tertulia.
Todavía es pronto (me gusta escribir cuando la gente se despereza y aún huele a
café recién hecho, a café molido de vieja cafetera italiana, por supuesto, y no
a café de alambique de diseño, a café de pastilla exprés) pero ya empieza la
muchedumbre, el gentío, la turba, a subir o bajar la cuesta de Olmos, a
convertir la ciudad en un tobogán de ida y vuelta, en un parque temático donde
lo que importa es el torso más o menos desnudo y el móvil en ristre, a modo de
cámara fotográfica, enfocando, tal vez, los arabescos del Gran Hotel como los
contenedores repletos de una insufrible basura. No sabemos quién limpia Palma. Sabemos
quién no limpia Palma.
Martes. El futuro no existe, me digo, y sé que estoy, al menos
conceptualmente, en lo cierto; pero si están leyendo estas líneas es que el
futuro sí que existe, sí que llega de no se sabe dónde hasta nosotros para
alcanzarnos con su lengua de luz y fuego, con su noche de plomo, con su vientre
repleto de no se sabe bien qué misteriosas ofrendas: sí que alguien recoge el
testigo de nuestras premoniciones e inquietudes. ¿Qué somos si no una mezcla
inestable de esperanzas y temores, qué salvo la declinación de un lenguaje, de
un abanico abierto de palabras y gestos que más útil se nos revela, por cierto,
cuanto menos sabemos en qué coordenadas exactas estamos situados? Yo no sé
dónde estoy desde que tengo uso de razón y, sin embargo, nunca seré tan feliz
como en este instante de ahora en el que estoy donde quiero. Exactamente.
Etiquetas: Artículos
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