¿Quién dijo miedo?
La Telaraña en El Mundo.
Volví a abrir los ojos al horror, el jueves pasado, casi a
las cinco en punto de la tarde, y aún no los he podido cerrar. Supongo que las
televisiones ya habrán acabado de entrevistar a todos los testigos que no
vieron absolutamente nada, cuando La Rambla de Barcelona se convirtió en la
autopista de la muerte y no había barreras de hormigón ni jardineras cerrándole
el paso. Acabo de ver esas barreras arquitectónicas aquí en Palma, en San
Miguel o en Porta Pintada, y he sentido, a la vez, cierta tristeza y cierta
alegría, porque nada, a fin de cuentas, pasa en balde y muy pronto habremos
aprendido a movernos sigilosamente entre las trincheras y los cadáveres, entre
las trincheras y el odio, entre las trincheras y la ficción de esta sucia
guerra donde la victoria y la derrota son casi la misma cosa, entre las
trincheras, las zanjas, los fosos y el vacío indecible, la indetectable nada
absoluta.
No he dicho, en cambio, ni una palabra, no he hecho ni un
solo comentario, no he querido sumarme a ninguno de los coros de un lado o del
otro que están arrasando esa especie de rambla ennegrecida y calcinada que son
las redes sociales, esa rambla enloquecida y atropellada donde alguna inercia,
de la que ignoro su auténtica substancia, parece obligarnos a lanzar
constantemente la metralla ruidosa de nuestras opiniones personales, como si
fueran piedras, misiles teledirigidos con la peor de las sañas -qué mala baba
suele tener la ignorancia- hacia una diana imaginaria, hacia un enemigo que
tampoco sé si existe, mientras escondemos, cómo no, rápidamente, la mano.
«No tengo miedo», clama ahora la multitud envalentonada. «No
tinc por», cantamos ahora quienes no paramos de correr cuando la muerte nos estaba
persiguiendo a todos y el mosaico de Joan
Miró, esa constelación de ladrillos tan irregulares como la vida misma, nos
acogía finalmente convertido en un altar de velas encendidas en honor de las
víctimas, en un amasijo de plegarias, en un bodegón de flores y peluches; la
muerte, por desgracia, nunca deja de perseguirnos igual que nunca nos abandona
el miedo auténtico, el miedo humano de no saber qué nos aguarda al final, cuando
el cuerpo deja de latir y el frío suple nuestra fiebre de siempre, para
siempre. ¿Para siempre? Seré sincero. Creo que tengo miedo, pero que estoy
dispuesto, pese a todo, a seguir viviendo como si no lo tuviera, porque la
vida, a fin de cuentas, es sólo un juego de tahúres en el que tan importantes
son las cartas descubiertas sobre la mesa como los ases escondidos en la manga,
las buenas bazas que el azar, a veces, nos proporciona como el perfume embriagador
de las flores, esas artimañas, esos faroles deslumbrantes con los que
intentamos (y, en ocasiones, hasta logramos) enmascarar la tragedia.
Etiquetas: Artículos
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