Las diez y diez
España siempre ha sido surrealista. El dictador Franco se pasó los cuarenta años de su
dictadura (porque la dictadura duró cuarenta años, aunque algunos hablen de
ella como si siguiera vigente, tal vez incorrupta) llevando de un sitio para
otro el brazo incorrupto, este sí, de santa Teresa de Jesús o de Ávila. En realidad, el brazo era un trozo de
mano a la que, en pleno éxtasis descuartizador, habían arrebatado el dedo
meñique, pero eso no importa, porque las reliquias de los santos han cotizado
siempre al alza en este país de países donde la muerte se conserva putrefacta y
serenísima, como si la sal ácida del ambiente fuera capaz de detener el tiempo
y convertir el muñón de la santidad en el sacrosanto e incombustible amuleto
del poder. El poder tiene estas cosas: levita cuando menos te lo esperas y se
alza sobre sí mismo (y sobre todos los súbditos) como si fuera una nube de
plomo. Suele serlo.
Lo del brazo incorrupto de santa Teresa se lo oí glosar a Salvador Dalí, cuando dejaba fluir su
verborrea y sus encendidos elogios al caudillo nos parecían tan impostados y
dalinianos que, igual que eran elogios, no lo eran, no podían serlo, y entonces
pensábamos que eran una forma surrealista de rebajarle, de convertirle en la
lamentable caricatura que Franco fue. Que Dalí fue. Que ambos fueron. Con todo,
no me extraña que toda Cataluña y toda España -por no hablar del mundo entero y
de las galaxias donde aún hay vida inteligente- hayan recibido con júbilo la
noticia de que, tras la exhumación de sus restos, por prosaicas razones que ni
nos van ni nos vienen, el bigote de Dalí siga enhiesto e incorrupto marcando
las diez y diez como pidió antes de morir. Está bien que los muertos vean
cumplidos sus deseos. Está bien que las colectividades vean enhiestos e
incorruptos sus mitos y leyendas, sus reliquias convertidas, al fin, en algo
física y moralmente tangible, incuestionable, evidente.
Así están, pues, las cosas. Cataluña se ha quedado varada en
un reloj blando que marca insistentemente las diez y diez, no sabemos si de la
mañana o la noche, pero el nacionalismo en el poder no se inmuta por nada, de
momento, caigan truenos o rayos y hasta centellas, porque las diez y diez, no
sabemos si de la mañana o la noche, les parece una hora muy razonable y
vertical, muy de andar por casa: muy de detenerse y refugiarse en el pasado, en
las reliquias de una inteligencia que puede mantenerse incorrupta, en efecto,
un cierto tiempo, pero no más, si el reloj del tiempo está detenido y la muerte
se esconde en un bostezo como si fuera en un grito, en un alarido que sólo podremos
oír cuando la farsa finalice y el soberanismo y el populismo cutres regresen a
sus cuarteles de invierno y la vida florezca de nuevo y para siempre. O casi.
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