El club de los 27
La Telaraña en El Mundo.
Ya puedes llamarte Jim Morrison, Janis Joplin o Kurt Cobain,
que morirse a los 27 años es, sin ningún género de dudas, una gran desgracia.
También lo es si te llamas Jimi Hendrix, Brian Jones o, incluso, Amy Winehouse.
Lo es, lo sigue siendo, lo será siempre, aunque te acaben incluyendo en el más fúnebre
y aciago de los grupos, el club de los 27, ese grupo, artificio y marketing
mediante, de artistas más o menos conocidos que tuvieron, al parecer, muy poca
paciencia con el largo y tortuoso viaje de la vida y que, justo a los 27 años,
se encontraron con la hermosa Dama de la muerte y se fueron con ella. O ella,
esa Arpía desdentada, se los llevó presos o enamorados a no sabemos dónde: a
algún lugar de nuestra memoria colectiva, a algún rincón polvoriento, tal vez,
donde acumulamos deseos e ilusiones, todas esas benditas o malditas quimeras
que, poco a poco, van madurando con nosotros hasta que caducan y tenemos,
entonces, que abandonarlas o pudrirnos con ellas. No hay mucho más donde
elegir.
Pero todo esto venía, porque leí que un cuadro del
neoyorkino Jean-Michel Basquiat había sido robado (o algo así) y recuperado,
después, en Pollensa. No sé si ustedes conocen a Basquiat. Murió en 1988 a los
27 años de edad, como no podía ser de otra forma, de una sobredosis de heroína
y toda su obra puede reducirse, quizás, a un atormentado viaje de unos siete
años de duración por esa parte infantil y sucia, inmadura, embriagante, del
infierno (o de la naturaleza humana) donde las palabras y lo que las palabras
significan no son, todavía, independientes, sino que forman parte del mismo
magma, el mismo dolor o placer impostados, la misma incomprensión, el mismo
espanto, la misma impotencia que da, finalmente, en intentar expresar el mundo
sin saber qué hay o qué no hay de uno mismo en lo que somos. O en lo que no
somos.
Los cuadros de Basquiat valen actualmente millones de
dólares. Eso demuestra que el dinero no vale absolutamente nada y que las leyes
del mercado -del mercado del arte como el de la vida misma- son sólo el
escenario, la madera carcomida donde crujen los pasos de los protagonistas mientras
aplaude a rabiar la claque, donde tiembla hasta el apuntador cuando el telón púrpura
de la muerte sube o baja, el viejo escenario, decía, de una absurda pantomima
donde la oferta y la demanda ejercen como anfitriones de la usura, esa
ceremonia de la confusión en la que nada es lo que parece. Miro el cuadro de
Basquiat y me gustan esos garabatos, esas palabras perdidas, tullidas,
abandonadas, esos seres monstruosos y contrahechos, esas sombras maléficas que
se expanden igual que se contraen, esas tinieblas mías -absolutamente mías- que
yo imagino que él pintó, aunque realmente no lo hiciera. ¿Cómo podría haberlo
hecho? ¿Lo hizo?
Etiquetas: Artículos
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