LA TELARAÑA: El club de los 27

viernes, julio 28

El club de los 27


La Telaraña en El Mundo.





 Ya puedes llamarte Jim Morrison, Janis Joplin o Kurt Cobain, que morirse a los 27 años es, sin ningún género de dudas, una gran desgracia. También lo es si te llamas Jimi Hendrix, Brian Jones o, incluso, Amy Winehouse. Lo es, lo sigue siendo, lo será siempre, aunque te acaben incluyendo en el más fúnebre y aciago de los grupos, el club de los 27, ese grupo, artificio y marketing mediante, de artistas más o menos conocidos que tuvieron, al parecer, muy poca paciencia con el largo y tortuoso viaje de la vida y que, justo a los 27 años, se encontraron con la hermosa Dama de la muerte y se fueron con ella. O ella, esa Arpía desdentada, se los llevó presos o enamorados a no sabemos dónde: a algún lugar de nuestra memoria colectiva, a algún rincón polvoriento, tal vez, donde acumulamos deseos e ilusiones, todas esas benditas o malditas quimeras que, poco a poco, van madurando con nosotros hasta que caducan y tenemos, entonces, que abandonarlas o pudrirnos con ellas. No hay mucho más donde elegir.
 Pero todo esto venía, porque leí que un cuadro del neoyorkino Jean-Michel Basquiat había sido robado (o algo así) y recuperado, después, en Pollensa. No sé si ustedes conocen a Basquiat. Murió en 1988 a los 27 años de edad, como no podía ser de otra forma, de una sobredosis de heroína y toda su obra puede reducirse, quizás, a un atormentado viaje de unos siete años de duración por esa parte infantil y sucia, inmadura, embriagante, del infierno (o de la naturaleza humana) donde las palabras y lo que las palabras significan no son, todavía, independientes, sino que forman parte del mismo magma, el mismo dolor o placer impostados, la misma incomprensión, el mismo espanto, la misma impotencia que da, finalmente, en intentar expresar el mundo sin saber qué hay o qué no hay de uno mismo en lo que somos. O en lo que no somos.
 Los cuadros de Basquiat valen actualmente millones de dólares. Eso demuestra que el dinero no vale absolutamente nada y que las leyes del mercado -del mercado del arte como el de la vida misma- son sólo el escenario, la madera carcomida donde crujen los pasos de los protagonistas mientras aplaude a rabiar la claque, donde tiembla hasta el apuntador cuando el telón púrpura de la muerte sube o baja, el viejo escenario, decía, de una absurda pantomima donde la oferta y la demanda ejercen como anfitriones de la usura, esa ceremonia de la confusión en la que nada es lo que parece. Miro el cuadro de Basquiat y me gustan esos garabatos, esas palabras perdidas, tullidas, abandonadas, esos seres monstruosos y contrahechos, esas sombras maléficas que se expanden igual que se contraen, esas tinieblas mías -absolutamente mías- que yo imagino que él pintó, aunque realmente no lo hiciera. ¿Cómo podría haberlo hecho? ¿Lo hizo?




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