Un turista español ha sido agredido en Rusia -seis salvajes
puñaladas de xenofobia en estado puro, de odio incontrolado a los extranjeros,
a los otros, a los distintos, a los que ocupan el lugar que ya quisiera ocupar el
presunto agresor, ese desequilibrado, ese hombre sin más futuro que el
resentimiento, el resquemor o, quizá, la envidia- por un ruso que no podía
soportar a los turistas, porque, según dijo al ser detenido, «los turistas vivían
mucho mejor que él». Todos parecen vivir mucho mejor que uno, cuando uno es el
último de una interminable fila y el turno no te llega ni te va llegar mientras
vivas, porque no hay ningún premio para los más desgraciados, para los parias
que no han comprendido que la vida trata tan sólo de dar y recibir, de
intercambiar opiniones, de calibrar voluntades, de aquilatar hechos, de
conjugar, tal vez, ficciones.
Con todo, historias así me sugieren preguntas que no sé si
tienen una respuesta fácil. ¿Viven los turistas mucho mejor que nosotros? Pues no
sé yo, en efecto. El domingo pasado estuve en una pequeña cala, en una playa que
alguna vez fue familiar, pero que ya no lo es, donde los turistas se apiñaban
como podían sobre la escasísima arena y las cortantes y voluptuosas rocas, esos
cráteres heridos por la erosión y la brisa acerada del tiempo. Olían a crema
solar, a algas muertas, a sal reseca y a una especie de penetrante sudor ácido
que no me acabó de parecer muy propio del paraíso, sino todo lo contrario. Es
más, creo que hubiera salido corriendo de ahí, si mi mujer me lo hubiera
permitido. No lo hizo y supongo que hizo bien; así les puedo contar mis
desventuras.
Más tarde, cogí el periódico o abrí Facebook, o hice ambas
cosas a la vez, porque con las nuevas tecnologías uno hace clic y tiene acceso
inmediato a todos los voceríos habidos y por haber, y me acabé enterando de la
penúltima acción legislativa de nuestro incomparable Govern, una iniciativa que,
pásmense ustedes, no tiene absolutamente nada que ver con el caos turístico general
o con el colapso del tráfico en las carreteras isleñas, con la limpieza
imposible de nuestros bosques, por no hablar del hedor de Palma en verano, o con
alguna nueva promoción de la lengua única en las aulas, no, nada de eso.
Se trata de la imposición de una multa de 3000
euros y, lo que es peor, de la estigmatización como homófobo, acosador y no sé cuántas
otras salvajadas más, del colaborador de esta misma casa, Juan Antonio Horrach. Obviaré los detalles (las nimiedades, las
excusas) para entretenimiento y solaz de los abogados, que para eso están, por
supuesto. A mí todo este asunto -este intento de matar al mensajero que es,
desde luego, un diáfano aviso a navegantes: oído, cocina- me parece
sencillamente bochornoso
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