Vivir en el paraíso
No sé si escribo sobre lo que conozco, sobre lo que imagino
o sobre lo que sueño, pero casi que tanto da. Hace mucho calor y la tinta se
espesa como el tiempo en un reloj de arena. Es del todo cierto y demostrable
que todos los hoteles, hostales y apartamentos turísticos de nuestras islas son
tan elegantes y lujosos como el Four Seasons George V, de Paris o el Plaza
Athenee, de Nueva York. Todos los bares, bebederos y chiringuitos de Mallorca, Ibiza,
Menorca o Formentera son exactamente tan selectos y refinados, tan voluptuosos
como The Nightjar en Londres o Black Pearl, en Melbourne, Australia.
Pero hay más. No podemos olvidar, por supuesto, que la popularísima
milla de oro de Palma, sin ir más lejos, es mucho más que un rinconcito simbólico
en los alrededores del Paseo del Borne: es la ciudad entera convertida en un
privativo bazar propio de las mil y una noches donde todo lo que se vende es
único, auténtico y exquisito, pura exclusividad bañada en el maná áureo con el
que tan sólo los dioses se diseñan a sí mismos. ¿A quién iban a diseñar si no?
Está claro, además, que todos, absolutamente todos los
isleños -sobre todo los mallorquines, claro- vivimos en palacios tan
inigualables como el de Marivent, por citar uno modesto, con sus frondosos jardines
botánicos y sus cuidadísimos museos de arte conceptual al aire libre. Bien
mirada, Palma entera es un auténtico oasis, un recuerdo afrodisíaco del paraíso
que otros, tal vez, perdieron, pero no nosotros, qué va, una composición
infinita de espacios verdes y zonas lúdicas o deportivas, una sucesión interminable,
alejandrina, de bibliotecas y teatros, de cines abiertos hasta más allá del
amanecer, un enjambre cuántico de tranquilas y seguras calles peatonales y ordenados
carriles bici donde ser otra cosa que feliz es casi, casi, del todo punto
imposible.
Debe ser por esto, para no desaprovechar, en definitiva,
nuestras inigualables y ecológicas instalaciones turísticas y de todo tipo que
el PSIB-PSOE se ha propuesto, según leo, limitar el turismo que nos llega (que
llega a las islas ebrio y en tanga y ebrio y en tanga pasa sus días amarrado al
run-run de las olas y los barriles de cerveza, al sol terrible y la resaca, al
valor añadido de esa especie de salvoconducto virtual que es una pulsera de
plástico con un chip averiado y el todo incluido: la hora feliz perpetua,
abrumadora, insaciable) y dejar, tan sólo, que sea el turismo de «alto standing»
el único que nos visite, porque no en vano es también el único capaz de
apreciar, realmente, la grandeza sutil, incuestionable, de nuestros tesoros
culturales, económicos, medioambientales y hasta lingüísticos, si se tercia. ¿Clasismo
a la vista? No, es que vivir en el paraíso es algo muy serio. Claro que sí.
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