Ratas y cucarachas
Es curioso que la gente hable, sin parar, de los problemas
de la masificación turística, por ejemplo, cuando de lo único que, al parecer, se
puede presumir en Palma es de tener, mal que nos pese, una creciente, renovada
y sanísima población de ratas, ratones y cucarachas. Trago saliva contra las
arcadas, porque no son pocas, al cabo de los años, las noches en las que tuve
que compartir mis confidencias insomnes con alguna que otra repugnante cucaracha.
Recuerdo algún caso. Ella y yo, solos o muy bien acompañados, en la habitación de
un viejo hostal que ya no existe, cerca de Apuntadores, donde había que enseñar
el DNI para demostrar que uno era mayor de edad, aunque no lo fuera, en el baño
o en la cocina de casa, de las tantas casas que uno va habitando a lo largo de
la vida, en la lujosa suite de un céntrico hotel de Valencia, que no es Palma,
pero como si lo fuera, en la terraza minúscula donde descanso, en este mismo
instante, con vistas a la catedral, a la bahía y también al olvido, yo con una
zapatilla en la mano y ella moviendo nerviosamente sus antenas negras, sus alas
membranosas, su abdomen de azabache, el destino de quien busca algo y,
finalmente, lo acaba encontrando. Faltaría más.
Con las ratas y ratones, sin embargo, tengo muchísima menos
experiencia. Una vez, de niño, iba con mi padre por lo que ahora sería la calle
Aragón y entonces era un descampado polvoriento donde aparcar el coche; fue
entonces cuando vi a un hombre de raza gitana con una vara de madera en la mano
conduciendo a una rata gorda y vieja, a una rata enorme que caminaba con
lentitud atendiendo a la vara severa de su dueño como si fuera, resignadamente,
hacia el matadero. O hacia su casa. ¿Por qué recuerdo ahora los andares
grotescos de esa rata resignada y los incorporo al bestiario de mi vida cuando
nunca me han gustado las ratas y, menos aún, las enormes ratas viejas resignadas?
Es todo un misterio.
También es un misterio saber quién limpia Palma, quién
retira los contenedores repletos de exuberante basura, quién se lleva los
muebles abandonados a la intemperie, quién barre las aceras, quién arranca los
chicles pegados al pavimento urbano, quién recoge las colillas, quién enciende
las mangueras del agua y deja, al alba, las calles frescas y relucientes.
Parece que nadie lo hace y así se están llenando, los parques y jardines, de
malditos roedores y las alcantarillas, cloacas y casas particulares, de
infernales blatodeos. No me extraña, pues, que los gatos salvajes de hoy en día
quieran ser domésticos a toda costa y prefieran, en fin, su ración gratuita de
leche y cereales sostenibles que tener que luchar con la vieja rata resignada
por el paso del tiempo y la vara de madera que rige su destino, como también el
nuestro.
Etiquetas: Artículos
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