La cuesta de septiembre
Al fin, llega septiembre, que es como decir que se acaba lo
que se daba, que el turismo empieza a aflojar, el tiempo a languidecer y Palma,
en definitiva, a dormirse mucho más pronto de lo habitual, con sus malos
estudiantes buscando una repesca tan imposible como necesaria y sus pésimos
políticos, nuestros pésimos políticos de cada día y cada mes, cada cuatro años,
intentando rizar el rizo de la actualidad con sus imposiciones y caprichos, su
realidad sectaria y absolutamente fiscalizada, su ecotasa plenipotenciaria y
ávida, su catalán integral y a la fuerza, urbi
et orbi, médicos incluidos, su seguir haciendo añicos la convivencia y
hasta la memoria histórica, vista su obsesión demoledora con Sa Feixina, porque
gobiernan, es por un decir, tan sólo para los suyos y a los demás que nos den
morcilla. O ni eso. Ojalá que nos dieran algo (aparte de la risa que nos da
cuando los vemos, tan ceñudos y obcecados, intentando justificar lo
injustificable, sus retorcidas tomas de posición, sus delirantes decisiones) y
no sólo disgustos, preocupaciones, tal vez zozobras.
Pero repaso el calendario más o menos oficial de la historia
y septiembre empieza a darme un poco de miedo. O mucho miedo. El 1 de septiembre
de 1939 las tropas alemanas invadieron Polonia dando comienzo, así, a la
Segunda Guerra Mundial. Nada menos. Mejor dejarse de bromas al respecto. Pero
hay mucho más. El día 11 de septiembre de 2001 -hace tan poco y, sin embargo,
hace ya tanto tiempo: yo vivía entonces en Barcelona- cayeron las torres
gemelas de Nueva York y, desde aquel día, dos inmensas y verticales columnas de
humo y fuego, dos monolitos de luz suspendidos en el aire de todos, dos
mausoleos intangibles de amor y muerte siguen ardiendo entre las ascuas de
nuestra asombrada y adolorida conciencia, de nuestro mirar el mundo y querer,
pese a todo, seguir viéndolo todo. O casi todo.
Otro funesto día 11, pero del remotísimo 1714, la ciudad de
Barcelona acabó cayendo ante las tropas borbónicas durante la Guerra de
Sucesión Española. Esa vieja efeméride, ese relato entre mítico y patético, esa
numantina resistencia, esa ficción de cartón piedra y aguardiente barato es la
que viene a edificar y sustentar, a fin de cuentas, toda la parafernalia del
nacionalismo catalán, la enorme Diada del día 11, esa marabunta, entre barroca y
modernista, de banderas y banderías, la primera toma de contacto con esa
peculiar cuesta abajo o cuesta arriba -eso ya se verá, porque por aquí tenemos
la Diada del Consell de Mallorca, el día 12- que habrá de conducirnos,
finalmente, al histriónico 1 de octubre, ese día hipotético en el que, según la
Wikipedia, nunca ha sucedido nada importante. Habrá, pues, que andarse con ojo,
no vaya a ser que finalmente pase.
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