Nueve noches y diez días
La Telaraña en El Mundo.
Cuando lean estas líneas espero estar en Manhattan
intentando librarme del desfase horario y olvidar, siquiera por unos días, en
qué parte del mundo siguen estando España, Cataluña, Baleares o la mismísima
calle Olmos. Estoy a punto, pues, de emprender un viaje turístico (y, si hay
suerte, literario) a Nueva York, como quien desea abrir los ojos y encontrarse con
algo nuevo y desconocido. O sorprendente, al menos. Sin embargo, no suele haber
nada nuevo ni sorprendente en el hecho de abrir un paréntesis, introducirse en
él a toda prisa e intentar, con todas las fuerzas disponibles, aprehender lo
que nos rodea hasta que, por los altavoces imaginarios del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, una voz
metálica anuncie la salida metafórica del último vuelo con destino hacia mí
mismo. Parece que ya estoy de vuelta, cuando la verdad es que ni siquiera he
partido. Pero todo a su debido tiempo.
Se gana tiempo, en efecto, cuando se viaja hacia el oeste,
adelantándonos al vuelo del sol y al cénit del universo, pero se pierde después,
luego, en este instante huérfano de referentes, al regresar a casa y al origen,
al barrizal del lodo primigenio, al lugar al que siempre se acaba regresando
porque, salvo de nosotros mismos, y no siempre, no somos prófugos ni queremos
serlo y tenemos, de alguna forma, que dar fe puntual de vida: sellar en los
trabajos donde, en realidad, hacemos lo que nos da la gana, firmar entre las
líneas invisibles de las manos que estrechamos, porque es así como las personas
se van haciendo mayores y, a veces, hasta mejoran. No lo negaremos: nos gusta
columpiarnos en la línea tensa y nebulosa, retórica, que separa la vida de esa
otra circunstancia a la que llamamos muerte, como si la muerte fuera algo. No
lo es. ¿Por qué habría de serlo?
Me rodean, ahora, unos libros y un mapa abierto, extendido,
gastado de tanto auscultarlo, arrugado de tanto manosearlo, en el que falta por
descubrir dónde se encuentra la cruz del tesoro escondido. Siempre hay un
tesoro en alguna parte; lo sé desde que anduve por el filo mismo del abismo,
dejándome abrazar por el miedo y la indiferencia; por el vértigo y, sobre todo,
por la belleza. Abro y acaricio las memorables páginas americanas de «Diario de
un poeta recién casado» de Juan Ramón
Jiménez, consulto con avidez «Poeta en Nueva York» de Federico García Lorca y recorro, sumarialmente, «Cuaderno de Nueva
York» de José Hierro. Desde algún
lugar ignoto y lejano parece estar llamándome con insistencia pródiga y
prodigiosa el viejo Walt Whitman y
yo dejo que mis manos -tendré que hacerlo, lo haré- acaricien las aguas sucias
y turbias del Hudson como si fueran sus versos, sus ojos, sus labios. Su
infinita barba blanca de mariposas. Otro día les contaré cómo vuelan, si
vuelan.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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