La casa tomada
La Telaraña en El Mundo.
En el interior de un fantástico torreón con dos inmensas
terrazas de ladrillo rojo, que fueron los primeros campos de fútbol de mi
infancia, la casa tendida y extendida a lo largo de tres larguísimos pasillos
repletos de persianas mallorquinas de madera pintada de verde, un pozo oscuro
de agua oscura y gélida entre la cocina y el minúsculo aseo, seis pisos arriba sin
ascensor (ni tampoco fatiga, en aquellos días) de la antigua Casa Catalana. Ahí
enfrente, en plena avenida Conde Sallent, la gente danzaba sardanas los felices
domingos de mi infancia y ahora recuerdo la musiquilla y esos elegantes rondós
mientras, volviendo al presente, la calle Olmos se va llenando de sillas de
madera (y espero que de arena: la echo en falta) y arrecian, intempestivos, los
primeros tambores; y algo en el aire de este Jueves Santo me trae imágenes de
una faena sangrienta, de una penitencia y una culpa enormes, de un paso lento y
vacilante, tortuoso, bajo una pesada cruz de madera y una muerte segura
esperándonos a todos tres días antes de resucitar en otra parte: en otro lugar
o en otro tiempo, cualquiera sabe.
Reviso las pocas fotos que guardo de ese lugar en que vine a
nacer y pasé unos dieciséis o diecisiete años y me detengo en algunos detalles
que había olvidado: el diseño de algún mueble inverosímil, los techos altísimos
de la sala redonda (obviamente, el torreón) donde no solíamos entrar nunca
salvo la gran noche de la Noche de Reyes, el caballo de cartón sobre el que
poso sin saber que estoy posando, los escritorios de madera barnizada donde
nadie escribía porque estaban repletos de retratos familiares, de cajitas
vacías, de candelabros con velas rojas, de relojes viejos con el tiempo
detenido, de figuras de porcelana con la mirada absorta, indescifrable, quizá
perdida.
Leo en la prensa que un grupo alemán ha comprado la finca en
que nací por unos cinco millones y medio de euros. Me alegro, porque me había
cansado de verla envejecer lentamente, cubierto el torreón y buena parte de la
fachada por una desteñida malla verde y tapiada la entrada, desde hace años, con
un muro sobre el que alguien dibujó unos grafitis realmente interesantes: ahí
está el urinario (o la fuente) de Marcel
Duchamp y también un fotógrafo, añadido
con posterioridad, que intenta captarle el alma a lo que, tal vez, no la tiene
o no tiene por qué tenerla. Con todo, la verdad es que cada vez que paso por
esa entrada a ninguna parte (salvo a mi pasado) le saco una fotografía a ese
fotógrafo y a ese urinario sabiendo que daría lo que fuera por ese poco de alma
(de espíritu o de vida) que quiero creer que dejé en esa casa por el sólo hecho
de haber vivido en ella. Esos alemanes no lo saben, pero han pagado la casa y
también el fantasma de mis primeros años de vida. Nada menos.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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