Uno se pasó la primera infancia y los años sesenta
ejerciendo de dominguero por las calas de la isla y las autovías del
seiscientos, por las aguas cristalinas que ya sólo son una quimera, una
anomalía en el tullido ecosistema de la memoria, una imagen entresacada de un
viejo álbum en el que un «llaüt» de madera no podía servir para surcarle los
fuegos ni al mismísimo Sant Antoni, porque ni a un santo se le podía ofrendar
lo que ya era, de por sí, sagrado: la supervivencia o el ocio, el viaje
interior o el viaje a ninguna parte. El viaje que nos condujo al exilio, aunque
eso no lo podíamos saber entonces, sino ahora.
Pero hay mar de fondo y habrá fuerte oleaje y también resaca.
Toca, pues, simulacro de desembarco: desnudarse y hacerse pasar –que tampoco es
tan difícil- por auténticas focas desangradas, para que la autoridad competente
nos demuestre, al fin, su más que dudosa competencia y evitar, así, que los cañones
submarinos de las prospecciones de hidrocarburos nos pongan la fauna y la flora
marítima a caldo. Aturdida y lista, como para un revoltijo de marisco hecho
trizas. Exaltada y agónica, como para una infame bullabesa de los sentidos.
El grumo del petróleo salpicando al óleo nuestras costas;
convocando, quizá, a un nuevo turismo de mutantes ansiosos de una hora feliz
entre las turbulencias del oro líquido y la espuma tibia del barrizal negro.
Las islas convertidas en un cónclave postmoderno de muchedumbres con el traje y
la corbata de la especulación. O con el turbante y la chilaba de pega. Vade
Retro.
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