Menos mal que algo se nos queda de los mayores. Pienso en mi
padre y en su peculiar escepticismo al respecto de la realidad o ficción de las
estadísticas, de las que, por razón de trabajo, era un experto. A él, los
números, ya le podían caer como chuzos de punta, que apenas se inmutaba con su terca
inercia; siempre sabía cómo interpretarlos para hallarles la puerta trasera, la
perspectiva más alejada de los lugares comunes, el corolario que, al fin, los desactivaba,
a los números, siempre ingrávidos y sobre expuestos, siempre ajenos y hasta ignorantes
de la afectada palabrería con que solemos revestirlos y maquillarlos. Quizá usurparlos.
Pero el tema es adivinar bajo qué circunstancias, más o menos
adversas o coyunturales, carga el diablo, por qué y cómo, la espoleta con
retardo de las estadísticas. Sólo así podríamos asumir que las Baleares sitúen
su índice de criminalidad en el nivel más alto, tras Ceuta, de España. Creíamos
vivir en una balsa de aceite y resulta que somos, en cambio, auténtico
territorio comanche, la recreación del Bronx, quizá la genuina reedición de
Alcatraz en mitad de un mar lento y casi estático.
Habrá, pues, que hilar muy fino y olisquear los índices de
la criminalidad por entre la vertical oscura de los balcones y el empedrado
letal de la realidad. Habrá que atender a los juzgados y encontrarse –entre
otras princesas más o menos reales- a la mismísima Munar revoloteando por sobre las migajas con truco y trato de los
fiscales. Igual las estadísticas, esta vez, tampoco mienten del todo.
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