Tan sólo unos trescientos ciudadanos, entre republicanos, separatistas,
antimonárquicos y afectos a las catástrofes del ERE de Coca Cola y las
prospecciones petrolíferas en aguas muy próximas: muy poco prójimas, se dieron
por aludidos el pasado sábado con la presencia de la infanta Cristina rampa arriba y abajo de los juzgados, de la
guardia imaginaria de los fotógrafos y guardiaciviles, de la letanía iterativa del
Juez y la fluorescencia de los togados, de la corte fantasmagórica de un estado
de derecho que se diluye en un simple rebuscar en los detalles más nimios de la
condición humana, como si lo hiciera en el interior de una gran bolsa de
basura.
Resulta, así, pues, que las preguntas y las respuestas se
solapan y confunden convirtiéndose, en vez de en hallazgos, en auténticos
desechos. Es lo que pasa donde no caben la imaginación y el desenfreno; la
creación y el caos. O el estertor de la lujuria, por ejemplo. Es lo que pasa
cuando tanto las preguntas como las respuestas, además de obvias, pertenecen a
la farsa, al cortejo glacial de lo irrelevante.
Hemos contemplado el paisaje (y hasta vimos al Juez saliendo
entre vítores) y ahora lo que queremos es olvidarlo por completo. Qué remedio.
Fuimos testigos de un último reflejo dorado en el estanque de un jardín que pudo
ser el mismísimo paraíso (y el lugar de la primera caída) y que ya sólo es una
especie de pantano, los alrededores de la realeza, la solemnidad de un pozo
negro y sus aguas fecales. Pero había que dar la nota y hacerlo con nota.
Misión cumplida.
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