La mujer se llamaba Jil
Love, pero su nombre quizá fuera lo de menos. Lo más importante era su
cuerpo y, sobre todo, su admonitoria mirada de mujer, el revuelo acharolado de sus
cabellos como algas marinas y los dos pequeños peces que sostenían sus manos,
como en una especie de bodegón eterno y menesteroso por las calles asombradas
de una ciudad, Madrid, donde siempre hace más frío o calor del que aparenta y donde
todo queda, de hecho, muy lejos y hasta como muy diminuto.
¿Pero qué es Ibiza (como Mallorca o las islas todas) en
Madrid, salvo una indescifrable anomalía, un profundo sueño húmedo, tribal y
acaso exótico, un último y radiante destino escogido más por necesidad, quizá,
que por azar, un lema escrito en una rudimentaria pancarta de cartón y piel no
sólo humana, sino mucho más que humana, definitivamente demasiado humana?
Ya podrán los gobiernos (tanto nacionales como autonómicos)
y también sus respectivas, personalísimas y muy esquizofrénicas oposiciones
continuar labrando el complicado cauce legal de la barbarie, del futuro
exhausto y agotado en sí mismo, de la tierra yerma de pasado mañana, del erial
baldío de un mar despoblado y de una tierra raptada por el desafecto o por el
olvido. Ya podrán, entre unos y otros, continuar sorbiéndole su savia al mundo
(en especial, a los territorios a los que nos encadenaron) y hasta su médula al
conocimiento. No sé si muy pronto ya no habrá petróleo para encender la luz de
una sonrisa. O si lo que faltarán son sonrisas que den sentido a la luz y al
mundo entero.
Etiquetas: Artículos
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