El domingo anduve, taciturno y aterido, entre las sombras de
Christian Boltanski en la Lonja como
entre las del teatro electoral de la vida en Grecia, por citar un lugar común y
bastante promiscuo, a la misma hora y con el mismo frío. O eso supongo. Pensé
el domingo entre las sombras (que ya no importa de quién eran, porque lo único cierto
es que eran mías) que resulta realmente muy difícil llenar el gótico
sentimental y solemne de la existencia con el vacío inaguantable de unos
cuantos focos de luz mortecina, las sombras chinescas de una danza (y su
somnolienta letanía) que se desea macabra, pero que ni siquiera es cómica, sino
ridícula.
Voy, pues, de las sombras tullidas y menesterosas que han usurpado,
no sé cómo ni entiendo por qué, el espacio arriba y abajo de los arcos potentísimos
de la Lonja y su antiguo comercio de las cosas y la vida, a las maniobras
orquestales, también en la oscuridad, de un carnaval político donde se pretende
usar el filo de una inverosímil balanza para medirnos por igual y al gusto de
todos. No hay forma.
Así se mece, la usura, entre las sombras de Boltanski como
entre los bastidores del espantoso artificio de unas elecciones donde el Oráculo
va de un bostezo a otro; de la manipulación del miedo y las proyecciones de la
pobreza a la indigencia intelectual y la precariedad física, de las arenas
movedizas al lodo primigenio donde acabamos sumergidos y aprendemos a respirar
lo irrespirable. No debe ser tan difícil, cuando tantos parecen hacerlo y son
los que prosperan y hasta prevalecen.
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