Parece que nos vence la puerilidad, la incapacidad, en
palabras de Immanuel Kant, de usar
la propia razón sin la guía de otra persona: siempre el otro, quizá el líder,
tal vez el mayor, el más hábil o listo, seguramente el más fuerte o el más
bruto. Así las cosas, al menos algunas, el proceso de los días y las horas nos
retrotrae a los albores de la Ilustración sin más perspectivas que repetir un
viaje que ya hicimos entre las sombras y pesadillas de la razón, su tortuoso
desfilar bajo el filo centelleante de las guillotinas como bajo el aire viciado
de las banderas y banderías. El plomo asfixiante de las ideas vencidas, manipuladas,
tullidas.
Estamos, pues, en el difícil momento en que el discurso general
ya ha perdido todas sus conexiones con lo esencial (la poesía y el arcano de lo
sagrado) y se convierte en mera narrativa, en prosa magullada por las
fabulaciones y las parábolas, por la ficción espectacular y televisiva de los
medios y su ciclo biológico en el interior alambicado de las redes sociales.
Ahí es donde se gesta, ahora, el pensamiento único (pero formalmente variado)
de la tribu: el lugar es tan deleznable como cualquier otra mazmorra que
imaginemos, pero no mucho más.
Mientras tanto, me entero de que la Conserjería de Educación
le acaba de comprar 410 libros a la Editorial Moll por casi seis mil euros. Todo lo que sea salvar libros del polvo
y las hogueras del tiempo me parece bien; pero no puedo evitar preguntarme
cuántas veces hemos de volver a pagar el subvencionado material romántico del
pasado.
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