No sé si Pedro
Sánchez y Francina Armengol (en
la foto más llamativa de su último encuentro en Palma) están celebrando, al
alimón, un gol de Ronaldo o Messi en un surrealista e imaginario
partido de fútbol o si están marcándose los pasos más triunfales de una absurda
sardana. No sé si están celebrándose, en fin, a sí mismos como si ellos fueran
la fiesta y el mundo enarbolara, alrededor, la estúpida mirada crítica de un
puñado de fans arrebatados. No sé si se adoran o si sólo se soportan, pero casi
que tanto da. Lo cierto es que sonríen como poseídos por alguna verdad que apenas
sí somos capaces de intuir.
¿De qué puede tratarse? ¿De la verdad limpia e inefable del
socialismo? ¿De las claves mayéuticas del futuro? ¿De la soledad compartida de
los que se sienten acosados? ¿De la ilusión radiante del recién llegado frente
al terco afán superviviente de quien lleva ahí una eternidad sin moverse ni un
ápice, no sea cosa que la muevan: no me moverán, no me moverán?
Pero, por mucho que nos lo intentemos explicar, la pareja no
deja de ser una pareja extraña. Si Sánchez dice buscar la regeneración
democrática, Armengol representa la continuidad más arribista. Si Sánchez busca
la transparencia, Armengol es opaca como sólo pueden serlo dos legislaturas de
pactos, componendas, créditos y palacetes inexplicados. Si Sánchez habla de
España, Armengol sólo murmura sobre unos países catalanes que habrán de
devorarla cuando llegue la hora definitiva y la gran verdad le sea, por fin, revelada.
Roma no paga traidores. Faltaría más.
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