Me alertan de que se anuncia nieve, pero me asomo al paisaje
de la calle Oms y observo (abordando la leve cuesta de sus cinco olmos
absolutamente desnudos y ateridos) que la nieve sólo brilla por su ausencia. Sí
la hubo, hablo de la nieve, en el año 1956, pero yo andaba por aquellos días
sumergido en las aguas cálidas del vientre de mi madre y, quizá por ello, vine
a nacer con un frío lejano en la piel y también en el alma. O algo así.
Mientras tanto, las imágenes de la última ejecución
sumarísima de Estado Islámico me dejan tiritando de vergüenza ajena (o propia,
tanto da) por una especie animal que no sé muy bien qué ha aportado desde que
se bajó de los árboles, abandonó el nomadismo y se dedicó a construir ciudades,
naciones y patrias, ejércitos, sectas, profetas y hasta dioses para acabar
matando en su nombre.
Vuelvo a la nieve, como al lenguaje de la desolación (y la
calma). No parece que este año vaya a cuajar a nivel de calle como más o menos
lo hizo, un par de veces, en los últimos lustros: conservo algunas fotografías
de los tejados blancos de escarcha de la antigua librería Fiol, que ya no
existe, pero necesitaría de Google para ubicar esas nieves en el volátil calendario
de mi memoria y no estoy por la labor: más me apetece apartarme de lo que
llaman la civilización o peregrinar hacia algún lugar remoto y, por supuesto,
inalcanzable. La idea es olvidarse de internet, las redes sociales, la
globalización de la estupidez o la propaganda, entre otras muchas formas de
violencia. Pero ya no sé si es posible.
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