No es nuevo, en absoluto, que el paso marcial del tiempo se
presienta como una implacable amenaza. Para unos, porque creen tener mucho que
conservar. Para otros, porque quieren seguir dilapidando lo que ya dilapidaron.
No sé, pues, si se trata de conservar esta miseria tranquila (y a plazo fijo)
de los días y las horas al sol o de alzarse, en cambio, lo suficiente como para
que el viejo astro deje de requemarnos la piel y la costra de las heridas y que
así, al menos en nuestra imaginación metafórica, el reloj deje de ajustarnos
las costuras con ese cric crac hiriente de la mortaja hecha trizas,
descalabrada, excedida.
Sin embargo, los problemas que el tiempo nos produce son
casi tan sólo, a fin de cuentas, los mismos de la propia conciencia. Se trata
de una especie de revuelta gramatical donde los tiempos verbales campan a su
antojo sin acabar de estabilizarse nunca. Una nebulosa donde las ideas se
expanden o un agujero negro donde finalmente colapsan. Colapsamos.
Con todo, uno agradece recordar, por ejemplo, algunas partes
escogidas del pasado pero no, en absoluto, del futuro y asume que, gracias a
esa paradoja, nos sigue mereciendo la pena levantarnos cada mañana por ver si
aún llegamos a descubrir ese algo que nos ronda sin que le intuyamos otra cosa
que creerlo fruto nuestro y hasta interior o íntimo; de esos adentros que uno
busca, primero, en los espejos, luego en la pelusilla del ombligo y más tarde,
si hay mucha suerte, en el espejismo fuliginoso de las autoestopistas hacia
ninguna parte. Tic Tac Tic Tac.
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